Sibila Camps.
Enviada especial a Formosa.
"Antes había mucho río, mucho pescado, monte propio. Comían la comida natural. No conocían yerba, harina, galleta, pan -recuerda Delfín García, cacique de la comunidad pilagá Campo del Cielo-. Pero ahora se está poblando: hay mucha gente que tiene plata y compra tierras y se va achicando lo fiscal. Entonces los jóvenes dijeron: 'Ya que no tenemos dónde mariscar, vamos a estudiar y a explotar nuestra tierra'".
Asentada a 36 kilómetros de Las Lomitas, Campo del Cielo es una de las 15 comunidades pilagá de Formosa, todas dueñas de sus tierras. También, una de las muchas que, por estar cerca de una zona urbana, han visto consumirse el monte. Y a cambio, sólo recibieron la resaca de la civilización.
"Hay poca gente que se dedica a la pesca. Hay familias que ya no van a mariscar corzuela o iguana. Esos chicos ya no comen las cosas del campo. Pero la forma de vivir de las personas es igual: uno no ve ni una casa de material", precisa Carlos Montoya, el auxiliar docente bilingüe pagado por la propia asociación comunitaria.
Las mejores viviendas son ranchos de enchorizado y, como símbolo de progreso, la canaleta de lata que bordea el techo de chapa y recoge el agua de las lluvias en un tanque. Montoya señala la excepción: "Esas casitas de madera fueron de algún político. Iban a ser 35 pero nos entregaron sólo diez, hace como un año. Nos mintieron".
El agua, eje de la vida de los pilagá durante siglos, es ahora su desvelo. También el de las organizaciones no gubernamentales de la región que, en conjunto, emprendieron proyectos para dotar de pozos y molinos a comunidades pilagá y wichí de Formosa.
Las huertas familiares dependen del cielo. Si las lluvias tardan, las hortalizas y los melones se quemarán con los 50° que hace en verano. Si son copiosas, desbordarán los esteros y anegarán los pequeños cultivos. Sobreviven los chanchos, de 10 a 15 por familia, que las carnicerías se llevan en diciembre y pagan con provisiones. Y los mosquitos, mantenidos a raya con tortas de bosta seca a las que se prende fuego.
A veces, el agua termina con el trabajo de años, de comunidades que intentaron otra vía de subsistencia. "Teníamos 450 cabezas de ganado criollo y este año se fundió con la creciente. Los alambres se hicieron pedazos, murieron todos los animales", recuerda Montoya.
"Cuando atajaron a la naturaleza, al Pilcomayo, quedó un espejo de agua de 14.000 hectáreas -explica el cacique-. Hicieron un canal para traer agua al pueblo pero nadie aprovechó: no llega agua. Nosotros tenemos dos campos de 2.000 hectáreas, y en uno, el bañado ocupó el 70 por ciento. En vez de invertir para que haiga producción en la provincia, perjudicó a muchos pobladores. Ahora abrieron, dejaron salir el agua, y hay mucha parte seca".
En Campo del Cielo se ilusionan con volver a empezar. "Vamos a hacer corral, potrero, dormidero -proyecta García-. Las mujeres ya saben ordeñar las vacas, dar leche a los chicos, hacer quesillo".
Durante el invierno, algunos hombres son empleados por las carbonerías. Y en el verano, los colonos los contratan en las plantaciones de sandía y de zapallo. "Pero ese trabajo no es para todo el tiempo", aclara el cacique. "Y las mujeres nuevas ya no quieren dedicarse a la artesanía", acota Montoya.
Sin becas escolares
Para conseguir changas, seguir tratamientos médicos o hacer trámites, muchos pilagá se han acercado al pueblo. Sus barrios de emergencia son lo que los médicos del hospital de Las Lomitas llaman comunidades periurbanas, peor nutridas que las que viven en el monte, donde pueden juntar algarroba.
En esas viviendas precarias también se alojan los chicos que cursan el secundario en Las Lomitas. Mejor dicho, que cursaban, ya que los 73 adolescentes pilagá debieron todos abandonar las clases: este año, el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas apenas ejecutó, en todo el país, el 40 por ciento de las becas escolares de 66,50 pesos mensuales.
"El gobierno se comprometió a apoyar a estos chicos. Ocho meses aguantaron ellos, pero ahora no tienen crédito ni calzado -se queja García-. 'Pasamos vergüenza, no podemos pagar la cuenta', dicen". En todas las escuelas secundarias públicas de Formosa se exige uniforme, con corbata y zapatos.
"Este año vino la helada más grande y todos al lao del fuego porque no tienen frazada. Nos estamos muriendo de hambre, hay desnudeces. Pero no nos vamos de aquí porque los hermanos wichí y pilagá somos de esta tierra -afirma el cacique-. Los jóvenes tienen ganas de quedar y de estudiar, porque se dieron cuenta, ése es el camino. Pero a los pueblos indígenas los marginan: en Las Lomitas no abrieron la escuela de formación docente, y ahí quedamos. Quedan nuestros chicos con ganas de seguir estudiando".
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