Sibila Camps.
Enviada especial a Salta y Formosa.
Se está acabando el sol, pero los brazos de Ramón Arce no le aflojan al arado. Resignados, los caballos pegan la vuelta solos al terminar el surco. Baja una bandada de tordos, expectante. El calor que pringa la ropa vaticina lluvia. Los caminos de Colonia Aborigen Chaco se convertirán en un barro jabonoso, por donde habrá que hacer equilibrio para ir a buscar agua a la canilla más cercana. Pero las familias toba se alegran: la tierra se pondrá buena y pronto empezará el verdadero trabajo.
Inteligentes y tesoneros, los toba hallaron hace muchos años el modo de sobrevivir al desmonte del Chaco y de Formosa: se hicieron colonos. Los bisabuelos de los actuales jefes de familia fueron corridos por el Ejército y confinados en reservas indígenas, insuficientes para seguir siendo cazadores y recolectores. Los abuelos tuvieron que salir a conchabarse como peones de criollos agricultores y ganaderos.
"Después de la cosecha, el mayordomo recogía todo el producto y se lo llevaba. Los aborígenes nunca conocieron el pago. No tenían cosecha ni zapatos. Los explotaban, eran totalmente esclavos. Mi abuelo Ignacio sintió eso y se retiró. Había linda tierra, mucha ayuda, pero trabajaba para otro", cuenta Rafael Mansilla (41), cacique y presidente de Colonia San Carlos, en Formosa.
Fueron los abuelos quienes empezaron a pelear por sus tierras. Sus hijos aprendieron a organizarse. En el Chaco, la mitad de las comunidades consiguió los títulos. En Formosa, todas. Con los papeles en la mano, dieron forma al futuro.
Enclavados en una zona algodonera, muchos ya se habían convertido en pequeños productores. Ya no hablan de comunidad, sino de colonia. La autoridad ya no es el cacique, sino el presidente de la asociación comunitaria (una por cada lote), cuyas autoridades se eligen democráticamente. "El abuelo imponía. Yo tengo que irme con lo que dice la gente", distingue Mansilla.
En Colonia Aborigen, desde 1996, los toba son dueños de 20.000 hectáreas. Por los caminos marchan carros, bicicletas y chicos que van a la escuela. El tránsito se redobla en la calle principal de la población, donde se cruzan las mujeres que van a cargar con agua sus bidones.
Si se los compara con los indígenas de Salta, a los toba del Chaco no les faltaría nada. Sin embargo, están lejos de llevar una vida cómoda. Los 25 pesos por familia que entrega el Ministerio de Desarrollo Social para poder sembrar no pagan el gasoil para el tractor, y prefieren arar con caballos. La superficie cultivada es menor, y a gatas alcanza para consumo propio.
Castigados por inundaciones, muchos perdieron años de trabajo y ahora deben conformarse con las changas que consiguen como jornaleros y cosecheros. Y la vivienda de material es un sueño que pocos alcanzan. "No hay tantos bichos como en las casas de barro. Los chicos tienen menos catarro y casi ni les agarra la fiebre", comentan los afortunados.
Las 43 familias de Colonia San Carlos, menos afectada por la tala, prefirieron dedicarse a la ganadería. Con el asesoramiento del INCUPO (Instituto de Cultura Popular) y un subsidio de Alemania, empezaron en 1988 con diez vaquillonas y un toro. Ahora comparten 102 animales, cuyo cuidador recibe 50 pesos mensuales de la asociación comunitaria.
"Y eso que hemos comido unos cuantos -aclara Mansilla-. Además vendimos más de veinte. Lo hacemos cuando hay una necesidad para toda la comunidad, como levantar un corral o arreglar el alambrado. La decisión de vender madera también se hace en conjunto. Pero preferimos ir al río a pescar, porque pagan poco".
Junto con la pesca, la marisca -corzuelas, guasunchos, mulitas, charatas y a veces iguanas-, sigue teniendo un lugar importante en la alimentación. Con anzuelos, redes, trampas y flechas, "nuestra gente busca animales, no para ensayar el pulso sino por necesidad", subraya el cacique.
La recolección en el monte de miel silvestre también ocupa a algunos hombres. "La vendemos por litro en el pueblo (Subteniente Perín), y de ahí sacamos el pan", cuenta Hilda Gómez. A veces, a un costo demasiado doloroso, a juzgar por la picadura que inflamó la mano derecha de su padre y le impide pedalear 24 kilómetros hasta el hospital.
Como en el resto de la provincia -y lo mismo sucede en el Chaco-, aún no han conseguido que la escuela cuente con un auxiliar docente bilingüe. Ocupados en sus colonias, la mayoría de los toba ha ido abandonando sus artesanías y olvidando sus leyendas, pero no su idioma.
Conservan su habilidad manual y su creatividad, en cambio, sus hermanos que, empujados por el agua y la falta de trabajo, se arrimaron a Resistencia y "fundaron" una villa miseria. La cooperativa de artesanos del Barrio Toba desborda de vistosos canastos y paneras, y de animalitos tallados en madera o modelados en cerámica negra. Un involuntario museo de la nostalgia por el monte que ya no existe.
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