Sibila Camps.
Enviada especial a Salta y Formosa.
Cayó la segunda lluvia de la temporada en el Chaco salteño, con explosiones de relámpagos y truenos que zapateaban por el cielo. En la comunidad wichí Santa María, pala y manos por toda herramienta, Marcelo Fernández aprovecha el barro para hacer las bochas con las que levanta su nueva vivienda. "Es más caluroso que el rancho de ramas, pero el viento no lo voltea tan fácil", observa. En verano, el monte hierve a 48°.
En Cañaveral, la familia del cacique Francisco Pérez construye el alero, que promete buena sombra. Es una vivienda sólida, más amplia que las chozas y los ranchos de la mayoría de los wichí. "Recién estamos cambiándola, de cuando un viento fuerte levantó las casitas -comenta-. A mí me cuesta salir de mi cultura".
Por ser el presidente de la asociación Lhaka Honhat (Nuestra Tierra), que agrupa a las 35 comunidades indígenas del nordeste de Salta, Francisco tuvo que salir muchas veces del monte. Juntar las monedas para un colectivo que, si no ha llovido, hará 136 kilómetros de bandazos y corcovos, sólo para fotocopiar documentos.
Pero piensa seguir viajando, hasta que "los gobiernos provincial y nacional, la Corte Suprema de Justicia y el INAI (Instituto Nacional de Asuntos Indígenas) cumplan con las leyes y con la Constitución".
La idea fija de lograr que a su gente se le reconozca la propiedad de sus tierras lo ha llevado a Tartagal, a Salta y a Buenos Aires. Fue hasta Washington, para radicar una denuncia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, con el patrocinio del CELS. Su constancia está empezando a dar frutos: el 5 de diciembre, todas las partes se sentaron a dialogar, a partir de propuestas que podrían ser satisfactorias para las comunidades.
Más allá de intereses económicos y políticos, los indígenas se rigen por valores muy diferentes. "Cuando caminamos 30 kilómetros y hallamos a alguien de otra comunidad, lo charlamos -explica Francisco-. Necesitamos parcelas grandes en un espacio continuo, no puede haber una franja que nos separe de otra comunidad".
En la escala de wichí, chorotes y toba, la palabra compartir ocupa el primer lugar. No sólo la comida, sino también el espacio, incluso para dormir. "El problema mayor es la familia, que no se quiere separar -admite Francisco-. A la noche, cuando un hijo llora, la madre no tiene más que alargar el brazo para calmarlo".
Perros, gatos y pollos buscan el fresco de las viviendas. "Los agentes sanitarios están tratando de cambiar eso -comenta el cacique-. Pero si le pego a un perro, mi señora y los chicos se enojan".
Los wichí hacen un culto de la hospitalidad: sea quien fuere, se le ofrecerá el sitio más fresco y la mejor silla, o la única sana. "Valoramos cuando se muestra contento con la visita y dice la verdad", afirma Cornelio Segundo, cacique de La Curvita.
Pero compartir se hace difícil cuando los chicos se entreveran con sus pares criollos. "Cuando el auxiliar bilingüe habla en idioma, los criollos no entienden; entonces, el director da la orden de hablar en castilla. Muy pocos chicos de las comunidades van a la escuela, y abandonan -lamenta el cacique-. Cuando se maltrata de palabra, los chicos nuestros no quieren pelear, se van". Confiadas y dóciles, muchas chicas wichí terminan embarazadas de jóvenes criollos. Las familias no hacen discriminaciones: al igual que los propios, los consideran hijos de la comunidad.
Entre los indígenas es natural que se formen parejas adolescentes, y que desde entonces empiecen a nacer los siete a diez hijos que tendrán. Una realidad que preocupa más a los caciques, que a los médicos del hospital de Santa Victoria Este. "No se provee de métodos anticonceptivos. Hay enfermedades venéreas. El porcentaje de mujeres que acuden a la consulta ginecológica es bajo. Son muy reacias, lo mismo que para el parto", se limita a describir el doctor Julio Inturias.
"Antes había control de la natalidad, porque como había guerras e invasiones, no podían salir corriendo con los chicos -interpreta Francisco-. El hombre tenía que saber cazar, trampear, pescar y cuidar la casa, antes de saber cuidar a la mujer".
"¿Qué va a pasar si llega el sida? Aquí no hay control. A las chicas las violan los criollos. Nos talan el monte. Alambran las lagunas de donde sacamos agua -se queja-. Pero no vamos a poder controlar nada si no tenemos tierras. Teniéndolas, podemos modificar las cosas que están mal".
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