Sibila Camps.
Enviada especial a Salta.
A la derecha de la arenosa ruta provincial 54, que cruza el norte de Salta hacia Santa Victoria Este, el monte arde en filas parejas que se pierden en el horizonte. Cuando dejen de crepitar los miles de árboles talados quedará un cementerio de cenizas, como en el campo que se ve más adelante, listo para que hagan su tarea tractores y arados. "En esos desmontes murieron unas treinta corzuelas por día", afirma Francisco Pérez, cacique de Cañaveral. Menos carne para los 6.500 indígenas del Chaco salteño, en su mayoría wichí. Menos algarroba para aguantar la temporada seca.
"Para las artesanías sólo usamos los árboles viejos, lo mismo que para el carbón", acota. Seguirán tirando las comunidades cercanas a la ribera del Pilcomayo, adonde los hombres van a pescar para su gente, y para vender a las 400 familias de criollos asentadas en su territorio. Las montaraces, en cambio, comerán cada vez más salteado.
Raramente pasa un vehículo por las sinuosas picadas que rasguñan el monte. A lo sumo las bicicletas de los maestros, rumbo a las comunidades que tienen escuela primaria. Por ahí no entraron más ladrillos que los que sostienen los templos evangelistas y algún salón comunitario. Por ahí no pasaron postes de electricidad ni cañerías para el agua potable. Por ahí llegan vacunas, pero no equipos para fumigar las chozas y mantener a raya a las vinchucas.
Por ahí tampoco salen animales para faenar, ni verduras en cajones: tal vez haya agua -generalmente contaminada-, pero no semillas. Sin programas de promoción social, los wichí continúan siendo los cazadores y recolectores que eran hace tres siglos, pero con el agravante de que su hábitat ya no es el mismo.
Los chicos crecen con la honda colgada al cuello. Su buena puntería con los plumíferos se hará masticable. Cuando sean grandes lanzarán un silbido suave a los perros huesudos y, pala al hombro, se meterán en el monte a mariscar. Si tienen suerte, los perros sitiarán en su cueva a una mulita o un lagarto. El animal desenterrado irá a parar a la olla, apenas con agua y sal.
"Con las iguanas nos controlamos: con una nomás por día alcanza", asegura Reynaldo, de Cañaveral. Y si la caza viene floja -algo cada vez más frecuente, a causa de la tala clandestina-, habrá que manotear el pescuezo de alguno de los pollos o de los chivos que deambulan por la aldea. "Pagan 10 pesos por oveja o cabra: preferimos comer, y no vender", explica el cacique.
Pronto habrá algarroba y, por lo tanto, menos desnutridos. Los chicos que corretean descalzos sobre el estiércol de cabras y chanchos ya están mordisqueando las vainas dulzonas, aún verdes. Con un cuchillo mocho, un hombre ahueca un mortero de palo santo. Allí echarán las semillas secas, para molerlas y guardar la harina en tinajas. Servirá para mezclar con agua y ajo, o para hacer tortillas fritas.
Una mujer limpia un bagre. Un anfiteatro de perros, gatos y gallinas se desarma en rebatiña cada vez que cae una víscera. La dieta se completa con frutos de chañar y de mistol. Si las lluvias no se atrasan, en el cerco colectivo se siembra zapallo, papa, batata y sandía. Cuando se consiguen semillas, también maíz y soja. Más no se puede hacer, con un solo tractor sin rastra para todas las comunidades, y sin modo de regar.
"Estamos protestando porque no tenemos agua. Apenas un pocito poco profundo, que está contaminado -se queja el cacique de Santa María, Domingo Pérez-. Cuando la época del cólera nos proveían de pastillas potabilizadoras, pero ahora no. A veces la gente se enferma de diarrea. Algunos se han muerto".
En agosto, el Gobierno provincial giró a la Municipalidad de Santa Victoria Este 74.900 pesos para construir la red de distribución de agua. "Pero la Municipalidad quiere poner un tanque y un solo grifo para toda la comunidad. Esto nos va a traer problemas, con tanta gente, tanto calor -denuncia el agente sanitario Darío Torres-. En La Puntana, con 72.000 pesos, una empresa puso grifo a todas las casas. Pero aquí, el intendente se cierra con que la plata no alcanza".
Los seis enfermeros distribuidos en los puestos sanitarios se encuentran con hechos consumados, que la grave deserción escolar impide reducir. Y los indígenas no son estimulados a acercarse al hospital de Santa Victoria Este, cuyos tres médicos -todos varones- van poco a visitarlos y no hablan en idioma, sino sólo en castilla.
Al pueblo únicamente se arriman -cuando se enteran de que llegaron forasteros- algunos de los hábiles artesanos que abundan en las comunidades. No hay mujer que no sepa hacer llica, el primitivo tejido con fibra de cháguar con el que trenzan bolsos, cintos, pájaros, redes de pesca y hamacas. Pero la falta de salida desalienta a los hombres que, a medida que se desafilan las gubias y se alisan las escofinas, van dejando de tallar animalitos y utensilios.
Al pueblo van, además, los que consiguieron alguna changa. "La Municipalidad empleó a algunos de nuestros paisanos, pero les pagan 10 pesos por cavar 18 metros de zanja, y con vales de mercadería", señala el agente sanitario.
"Lo que nos queda es tomar alguna medida, porque nos están faltando el respeto -se indigna Torres-. Vienen para las elecciones; pero cuando los llamamos para encontrar una solución, no aparecen. Como no es el cuerpo de ellos el que está expuesto al sol y a recibir cualquier enfermedad..."
Con los dedos mugrientos, un chiquito caranchea el pescado ensartado en una rama, que se dora en el fogón. Un perro pila malinterpreta al fotógrafo que, rodilla en tierra, registra lo que será el almuerzo, y le pega un tarascón en el tobillo. El reloj que nadie tiene marca las cinco de la tarde. Francisco Pérez justifica: "Se come cuando hay comida".
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