Sibila Camps.
Enviada especial a Salta.
En el patio de su casa de Los Naranjos, Flavia Contrera de Méndez (54) pide ayuda para desplegar la pesadísima colcha de dos plazas que salió de su telar, en lana hilada y teñida por ella misma. Una maravilla de flores multicolores, que merecería estar en una exposición de tapices.
"A los 7 años, mi mama me ha enseñao a hacer unas trenzas, pero chiquitas -recuerda-. ¡Los chirlos que me ha pegao! Más me pegaba, menos aprendía. Hasta que le dije: 'No me enseñe más. Yo me voy a ir a pastear las ovejas y voy a aprender'. Tejía y destejía, hasta que me salió. Y después he aprendido con una señora".
Todas las comunidades indígenas que quedan en la Argentina tienen sus angelitas de las guardas, como las llama María Elena Walsh. Como antes de la conquista, las mujeres wichí, toba y pilagá siguen torciendo la fibra del cháguar para hacer yica . En el monte son muy pocas las que hilan lana, especialidad reservada a las kolla y a las mapuche, quienes viven en regiones más aptas para la cría de ovejas.
Un palenque, un clavo en la pared, una estaca en la tierra, el respaldo de una silla bastan para hacer trenzado. La técnica, más primitiva que el telar, se traducirá en cinturones, fajas y pulseras. Con una trenza de varios colores, las kolla harán un cinto para su amplia pollera y adornarán su inconfundible sombrerito redondo.
En las Yungas, el telar no es patrimonio exclusivo de las mujeres. "Tejo para toda la comunidad -se enorgullece Santos Félix Palacios-. Para la fiesta patronal, que es el 24 de setiembre, día de la Virgen de Fátima, he desfilao con mi telar: lo llevaban entre cuatro personas, con los hilos todos urdidos".
"Me traen el hilo, yo lo hago obra. En eso me paso el invierno, desde marzo hasta diciembre -cuenta Palacios-. Cuando empiezo una obra, siento que nadie me apura, que trabajo para mí".
De su telar salen colchas, ponchos para los hombres y rebozos para las mujeres, quienes se encargan luego de iluminarlos con bordados. Piezas de apretado barracán, con las que se confeccionan los trajes que los hombres visten en ocasiones especiales, como el Día de las Almas. Los paños de abrigado picote marrón con los que sus vecinas cosen sus polleras, para ellas y para sus hijas. Después, cada una alegrará el ruedo con vivos de colores.
"Me ha enseñao mi papá. Ya a mis hijos, por lo menos, les he enseñao", agrega. Y muestra los peines para emparejar la trama, una orfebrería de la paciencia hecha con delgadísimos trozos de caña.
Palacios no sólo teje ropa. Allí están, por ejemplo, las alforjas que se agregan al apero del caballo, para llevar cosas. "También tejo costales, para el maíz. Salen hermosos, más duros que las bolsas de plástico", comenta.
A dos agujas
Con la misma mano con que acaricia a una oveja, Primitiva Mamaní (49) revuelve el pelo a su nieta de 4 años. "Cuando era como estita, yo ya sabía hilar, torcer la lana. Además hice un curso de telar en Salta y he enseñado a muchas vecinas".
"Hice un tapiz con la Virgen María y el Niño", cuenta. Si los kolla encarnaran a la Pachamama en un rostro, seguramente se parecería a la mujer de trenzas y anchas caderas que tejió Primitiva, y que acuna a un bebé hecho a su imagen y semejanza. "Pero el telar grande lo he desarmado -se lamenta-. Lo he hecho gallinero, porque no hay salida para la artesanía".
Aun cuando tuvieran dónde y con qué comprarlas, en las Yungas a nadie se le ocurriría usar medias de nailon. No servirían. "Este año, la nieve ha cargao bastante los montes y se han quebrao los árboles. Hasta los peces se han enfermao y han muerto", cuenta Enrique Canabiri, delegado municipal de El Angosto.
Para esos fríos implacables, las arañitas kolla tejen a dos agujas chalecos macizos, medias compactas, pulóveres vistosos y gorros con orejeras. Llaman la atención aun cuando la lana mantenga sus colores crudos -blanco, marrón, negro o entrecano, si se mezclan vellones-, o cuando haya sido teñida sólo con tinturas naturales, como el agua donde se hizo hervir trozos de corteza de nogal o de cebil.
"En las caravanas a Salta y a Buenos Aires, por el reclamo de nuestras tierras, algo he enseñao puntos a señoras de Río Blanquito, y ellas me han enseñao a mí -confiesa Flavia-. Es una alegría. A mí me encanta tejer, es mi oficio".
Hacer una trenza para la pollera, por la que pide 15 pesos, le lleva tres días. "Apenas la tejida, sin contar el hilado -aclara-. No resulta vender al pueblo, quieren comprar muy barato". Y prefiere regalar a la cronista una chuspa, pequeña bolsa colgante en la que bordó una llama.
Con el menor de sus cuatro hijos enquispado a la espalda, Marta Canabiri (29) marcha por el sendero que lleva a la huerta comunitaria de El Angosto. Compró el poncho y el picote con que cosió su pollera a tejedores de su pueblo. Pero la guarda del rebozo es obra suya, una franja multicolor bordada en caligrafía gótica, que copió de un libro de religión. Al desplegarla aclara: "Son letras, nomás". |