Sibila Camps
Enviada especial a San Miguel de Tucumán
“¡Ay, qué belleza!", exclama Fátima (22 años) apenas asoma la nariz en el amplísimo living. "¡Uy! ¡Oy!”, le hacen coro Romina y Melisa (las dos de 16), a medida que espían los dormitorios y descubren los almohadones sobre las cuchetas, los floreritos en las mesas de luz. Estalla el día en todas las habitaciones del hogar que Susana Trimarco –la madre de Marita Verón, la joven secuestrada en Tucumán el 3 de abril de 2002 y cuya búsqueda se convirtió en un emblema de la lucha contra la trata– preparó para ayudar a recuperarse a las chicas que han sido víctimas. Una casa de puertas abiertas para alejarse de la esclavitud sexual. Llena de sol, para desterrar la noche perpetua de los golpes y las violaciones.
La casa, situada en Tucumán, será inaugurada este viernes con la participación del elenco de la novela Vidas robadas. El acto será frente a la sede de la Fundación María de los Angeles (el verdadero nombre de Marita), ya que, para protección de las chicas, la dirección se mantiene en reserva.
No obstante, un equipo de Clarín fue autorizado a conocerla. Las charlas con víctimas reales y potenciales, y las explicaciones de las psicólogas, ayudan a comprender la necesidad de este espacio, el primero en la Argentina, donde las redes de trata captaron o secuestraron al menos 605 adolescentes y jóvenes mujeres sólo desde 2007.
“Cuando una sale, piensa que no tiene vida: ‘¿Qué hombre va a querer formar una familia conmigo? ¿Con qué cara me van a mirar mis padres, mis hermanos?’ No le encontrás sentido a la vida. De ahí, vos salís adicta”, describe Fátima, quien fue secuestrada a los 16 años y, como todas, obligada a drogarse para facilitar la sumisión. La consecuencia inmediata fue la severa discapacidad física y mental de su melliza de 4 años.
La explotación sexual deja secuelas visibles: trastornos respiratorios por el consumo de cocaína, dolores en los riñones (“Será porque me pateaban”, deduce Fátima), lesiones genitales, enfermedades venéreas, sida, abortos. La abstinencia explota en agresividad, y tritura las relaciones familiares.
Ya en libertad, si forman pareja, a menudo vuelven a ser víctimas de la violencia de género. “Terminan ubicadas en una posición de objeto sexual, de la que les es difícil salir terminan siendo mujeres a las que les hacen cosas”, señala la psicóloga María José Ramayo.
“Al principio no quería salir de mi casa porque tenía miedo”, confiesa Romina, quien hace dos meses se subió a un micro engañada por una prima de 21 años –y en la prostitución desde los 12–, llamó cuando se dio cuenta y fue rescatada por la Policía en Córdoba.
Con el miedo vienen los recelos. “Ahora no tengo amigos y no confío en nadie. Para salir con un chico, lo tendría que conocer de años”, confiesa Melisa, quien no llegó a caer en una red de trata, pero sufrió situaciones violentas cuando se escapó de su casa con una amiga y, haciendo dedo, deambuló dos semanas por el norte.
Melisa es lo que el equipo de psicólogas llama víctima potencial de trata, y con ellas también trabajan, ya que suelen tener el mismo perfil familiar y social: pobreza o indigencia, vivienda precaria, hacinamiento, desempleo, bajos niveles de escolaridad. “Es común una situación familiar conflictiva, que lleva a estas chicas a alejarse del hogar, y a arriesgarse a ser engañadas y caer en una red de trata”, señala Ramayo.
“Tienen madres y/o padres muy invasivos y controladores, que revisan si la hija menstrúa regularmente o si está drogada; que le sacan el chip del celular; que las castigan con una golpiza si no obedecen –describen la trabajadora social Natalia Díaz y la psicóloga Viviana Barrientos–. Suele haber mucho maltrato en el ámbito familiar, y muy naturalizado. Y también abuso sexual o violación en la infancia, en el seno familiar o por parte de otras personas conocidas”.
Las psicólogas Ramayo, Barrientos y Fernanda Peralta están creando abordajes para una problemática en la que hay escasísima bibliografía. Por ejemplo, se dieron cuenta de que deben acompañar al padre o madre cuando hace la denuncia de la desaparición de su hija en la Fundación. Comenzaron con terapias individuales, y ahora pasaron a las grupales.
El equipo trabaja también con los familiares, para que deje de ser un hogar expulsor. Se firma un acta de compromiso con la familia, por la cual recibirá asistencia integral a cambio de participar en las actividades. “Mi vida es muchísimo mejor que antes”, refrenda Melisa.
Pero a veces, la reinserción no es posible –al menos en lo inmediato–, porque la joven no puede volver a la casa donde era violada, o al barrio donde sigue viviendo el tratante. Y después de meses o años de cautiverio, un instituto de menores o un hogar de monjas tampoco son un buen sitio, consideran las psicólogas.
Ésa será la función de la casa-hogar: “Un lugar para estadía voluntaria y abierta –salvo que el mandato del juez diga lo contrario–, con un sistema de actividades y horarios que vaya generando conductas responsables”, explica Ramayo. Será también un centro de día para otras chicas, donde tendrán apoyo escolar y talleres de artes y de oficios que faciliten una salida laboral.
“Van a encontrar contención y cariño –afirma Fátima–. Te comprenden, se ponen en tu lugar, son tu segunda familia”.
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