Sibila Camps
“Has de contar”, “Narrarás”, significa en amauta la palabra Yupanqui. A los 13 años, cuando eligió su seudónimo, don Ata firmó su futuro. Así comenzaba a tejer y a desplegar el poncho cultural que mejor identifica a la América criolla. Tarea utópica, entonces, la de hacer caber a tantos seres humanos –tantos sueños, tantos dolores, tanta vida recordada– en un montón de frases presuntamente ordenadas. Tarea pretenciosa.
Hubo primero un hombre que se preguntó “de dónde vengo y p’ánde voy”. Que recorrió a pata el espacio y el tiempo, coordenadas de la profundidad, dimensión de la trascendencia. Que cada mañana abrió las ventanas negándose a olvidar. Un individuo hambriento de sintetizar a los pueblos, arropados con las pilchas de sus paisajes. El artista vino por añadidura.
¿Cómo anclarse a un sitio habiendo, en otros, verdades a la espera de ser puestas en su lugar? Yupanqui necesitó escucharlas y reencontrarlas en lo que llamaba “los tres misterios de la Argentina: la pampa, la selva y la montaña”. También, descubrirles el latido y traducirlas él mismo a zambas, bagualas, vidalas, milongas, chacareras, estilos… de vez en cuando un malambo, o algún carnavalito si había un hueco para la alegría. Refrendarlas en privado con la música clásica y el repertorio guitarrístico español. Confirmarlas o discutirlas en el canto del viento, el cancionero eternamente inconcluso con el que todas las naciones dan cuenta de sus días, aun por omisión.
“El primer deber del hombre es definirse –logró resumir–. Ubicarse como testigo de un viejo pleito entre la mentira y la verdad y exponer, testimoniar. Para llegar a esto debemos despojarnos de miserias, de mugres interiores. Tenemos que barrer el patio del fondo”.
Cuando él mismo ya era un escuchado (“el hombre que tiene muchos silencios, que se maneja con 200 ideas y 20 palabras”), Yupanqui seguía rastreando verdades –definitivas o relativas, siempre sinceras– en la historia, la filosofía, la religión y la literatura de todas las épocas. E iba condensando las suyas en un puñadito de libros y un gran manojo de canciones que, más que un paradigma del folclore, constituyen un código de ética. Tallándolas a perpetuidad en la poesía, ese pulso memorioso y sabio de la humanidad.
“El hombre, para mí, es el paisaje fundamental –supo decir–. Yo pienso que no hay mensaje sin paisaje. Primero díganme quién es, y después qué siente, qué piensa. El mensaje es algo para lo que hay que prepararse muchos años, meditando, mejorando como ser humano. Es una tarea muy difícil, que no la dictan las circunstancias”.
En la obra de Yupanqui no hay margen para el episodio. “Pero si la pena mía es la pena de mucha gente, si el tajo que yo recibo es el de muchos, entonces ya empieza a interesarle a usted –señaló a un periodista–. La consecuencia de mi trabajo es reflejar la realidad de los hombres. La pobreza no la inventé yo. Simplemente la veo… y a veces le canto”.
Por lo tanto, siempre se preocupó por establecer la diferencia entre el testimonio y la protesta. Aun cuando poner la mirada en palabras y el corazón en la voz le costara prohibiciones, varias veces la cárcel y, entre rejas, el índice de la mano derecha quebrado por los golpes de quienes ignoraban –entre otras cosas– que tocaba la guitarra con la zurda.
“La protesta de nada sirve cuando no se combina con soluciones”, afirmaba. Yupanqui prefirió el camino de encender y repartir luces para que cada cual descubra lo que se anime a ver y saque sus propias conclusiones. Lo hicieron miles de cantantes y cantores, guitarristas y guitarreros que vienen apoyándose en más de 1.300 composiciones. Incluso los que, por ser literales, lo sacaron de contexto. Incluso los que también se equivocaron por creer que era preciso reinterpretarlo. Continuarán escribiéndose páginas y hasta libros sobre Yupanqui. Y volverán a cometerse errores cuando se hable de tradiciones y exilios. Algunos conseguirán llegar hasta su silencio y quizá logren detenerse un paso antes de desgarrarlo estérilmente. Entonces habrá espacio para más personas a quienes haga falta echar mano de ese canto del viento antes de aprender a crear su propio murmullo. Y su propio silencio. |