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Publicada en diario "Clarín", Buenos Aires, 08 de Marzo de 1983

COSAS INÚTILES QUE NUNCA VAN A LA BASURA


Trastos de la vida

Sibila Camps

Alguna vez, siendo chicos, un violento operativo limpieza de nuestra madre sirvió para que fueran a parar a la basura los restos irreconocibles de algún juguete que teníamos olvidado y, al descubrirlos entre cáscaras de huevo y borra de café, chillamos, suplicamos y moqueamos infructuosamente. Quizá de allí nos venga el trauma de guardar infinidad de porquerías que jamás llegamos a necesitar, y cuyo misterioso don de supervivencia las lleva a soportar varias mudanzas bajo los mismos dueños.

Sentimentales y nostalgiosos, conservamos –en lugar no visible, pues admitimos su deterioro– nuestros juguetes más queridos. Un buen día aparecen una muñeca de trapo tuerta y desteñida, un oso de felpa remendado, y sólo nos rendimos frente a la densidad demográfica de las polillas, que han descubierto que allí tienen morfi para rato.

Otro día decidimos –en un acto de supremo desprendimiento– ofrendar a nuestros hijos los soldaditos de plomo, las maderitas y el trencito de cuerda. La carrera armamentista ha pasado por encima de nuestro ejército, las maderitas están descoloridas y opacas, y el tren es una ruina museológica, pero ni aún así nos animamos a tirarlos.

¿Y los papeles? Nos dan una entrada gratis para una obra infantil a la que nunca iremos, pero nos apena hacerla un bollo, pensando en que quizá se la demos a alguna pareja amiga. Clasificamos tarjetas de fin de año, archivamos el telegrama de un tío que alguna vez se acordó de nuestro cumpleaños, vemos amarillear recortes de diario, apilamos las agendas telefónicas con nombres que ya no nos dicen nada, conservamos la tarjeta de un ex compañero con quien nos cruzamos por la calle y a quien jamás llamaremos “para ver si nos juntamos a charlar un rato”, ordenamos facturas de casas ya demolidas, recibos con la dirección de un negocio donde alguna vez compramos un pulóver barato. Y la inercia y un respeto pudoroso nos impiden meter todo en una bolsa y llamar al portero antes de que nos arrepintamos.

Los regalos que no nos gustan nos hacen sentir especialmente culpables. En los placares se cuartean adornos de porcelana que nos regalaron para el casamiento y que no pegan con el estilo de la casa; se destiñen manteles que nos dio la abuela y que no usamos porque es una pena que se manchen con tuco; se descascara el cuadro de la niña y el cántaro roto, se despluma un pajarito embalsamado, se oxida un pesado cenicero. Pero tirarlos equivaldría a una traición hacia quien pensó en nosotros y se gastó tanta guita, aunque haya sido al cuete.

Nos hemos encariñado con infinidad de cosas y, cuidándonos de no caern en el pecado del derroche, pensamos que algún día las arreglaremos. ¿Cómo tirar esos pantalones con los que podemos hacernos un short para usar de entrecasa? ¿O esos zapatos a los cuales se les puede cambiar el taco? ¿O esa sábana rota, con la que podemos forrar la tabla de planchar? Y así se van sumando los pantalones rasgados, las sábanas rotas, los zapatos y carteras pasados de moda, las camisas con los puños roídos, los pulóveres arratonados.

Algún día arreglaremos ese encendedor, ese despertador, ese secador de cabello, esa pesada plancha, esa afeitadora, esa linterna, ese paraguas, que pueden sacarnos de apuro el día en que se descomponhan sus actuales y modernos reemplazantes.

“Esto puede servirme”, “Con esto puedo llegar a ahorrarme unos pesos”, nos decimos mientras guardamos botones, retazos, bolsas de polietileno, el papel madera de la tintorería, tornillos, clavos, tuercas, masilla, una taza sin asa, restos de pintura, teclas de luz, trozos de cable, cintas para envolver regalos, el cartón de un block para carta, pedazos de madera, estampillas sin sellar, bisagras, el palo de un plumero, cabos de lana.

Y llegado el momento, los tornillos s ehan oxidado, las cintas están ajadas, la masilla y la pintura se han secado, las estampillas se han desvalorizado, ningún retazo tiene el color que necesitamos, y aquel botón dorado que sabemos que está, que pusimos ahí donde guardamos todos los demás –porque no hay otro sitio donde guardemos botones–, no aparece por ningún lado.

El tiempo va transformando nuestro minúsculo bazar de turno en una ristra de amuletos de la inutilidad. El tiempo comvierte el fondo de los cajones y los rincones de los placares en ambigus altares donde descansan los íconos frustrados de nuestro cariño.

Tenemos una conciencia flotante de que muchos de ellos ya han cumplido su ciclo, en tanto que otros ni siquiera lo iniciaron, por haber ido a parar al lugar equivocado. Pero desprendernos de ellos significaría tirar cachitos del pasado. ¿Y cómo admitir que también nosotros vamos quemando etapas?