Sibila Camps Miles de espaldas con el número 10. Miles de pechos que visten su cara. Cientos de banderas escritas con la memoria del corazón. Decenas de miles de gargantas que corean su nombre. De manos que lo abrigan con aplausos. De brazos que se estiran hacia el cielo. Infinitas formas de darle las gracias. La popular de Boca lo dijo con las banderas más grandes y prolijas. En todos los rincones, la creatividad popular se hizo gratitud. “Mi alegría es fabricada por tu zurda iluminada”. “El mejor del siglo”. “El más grande del mundo”. “Pelé será rey. Diego es Dios”. “Unico rey”. “Diego, el fútbol va con vos”. “Gracias por la magia”. “Diego alegra a la gente”. “Thanks, Diego, merci”. “¿Cómo decirle adiós a Dios?” Alguien supo resumirlo en su pancarta: “La fiesta de un pueblo”. Fue un gigantesco picado entre 45.000 amigos, que lo esperaron cantándole que “es más grande que Pelé”. Que celebraron en las pantallas de video aquellos goles inoxidables, como un modo de decir a los técnicos qué manera de jugar los hace felices. Se aguantaron la excitación a fuerza de explotar “Y Maradó...”. Arreciaron con los bombos cuando Ciro Martínez, de Los Piojos, dibujó el Himno Nacional con su armónica. Corearon la canción que le dedicaron los Ratones Paranoicos. Y cuando por fin volvió a pisar la cancha, lo envolvieron con su propio nombre. “Diego, querido, todos están contigo”, ofreció la Doce, dejando a un lado los chiflidos que había dedicado a los futbolistas de la Selección y a los invitados que juegan o pasaron por River. Después, todos tuvieron ojos sólo para él. Le festejaron cada toque. Se enojaron las pocas veces en que el equipo de las estrellas se le atrevió con un foul. No se fijaron en que era el único con la camiseta fuera del pantalón. Escalaron el alambrado para acercársele en cada corner. Le perdonaron los tiros desviados al arco. Le aplaudieron las intenciones. Apenas lo descuidaron: para gritarle “ole” a Riquelme, para reclamarle a Bielsa que lo ponga en la Selección, para reírse con los chistes futboleros de Higuita. Por un día se olvidaron de la madre del árbitro. No les molestó que todos se complotaran para inclinar la cancha hacia el lado suyo. Querían gozar viéndolo sacudir de nuevo la red. Y lo vieron. Ya no les importa que el colombiano actúe como un arquero de metegol cuando le patea el penal. Lo abrazan —Higuita el primero—, lo alzan, lo llevan en andas, compañeros y rivales. Diego no aguanta más y se alza la camiseta: abajo tiene la de Boca. La Bombonera delira. Las pilas cargadas de afecto, Diego pisa la pelota, la ablanda, la talla. La gente enloquece. Ahora es la Doce la que no aguanta más. Estallan los petardos y las chispas coloridas de las ametralladoras. La gratitud se despliega por todas las gradas: “Diego no se va, y Diego no se va”. Imposible acordarse de la pelota. El partido se paraliza. De brazos cruzados en el centro de la cancha, Maradona se deja querer. Poco a poco, los cánticos van siendo tapados por la ovación: no es el único que tiene las lágrimas enredadas en la garganta. Lo que sigue es sólo esperar hasta el final para volver a abrazarlo. Cantarle que “A Maradona lo llevamos a Japón”. Seguirlo mientras da la vuelta olímpica, como una forma de saludar a cada uno de los que fueron a recibirlo. Verlo inmenso y pequeño en el ombligo del estadio, mientras en las tribunas, los flashes restallan como luciérnagas.
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