Sibila Camps Por primera vez en la historia, la humanidad se puso de acuerdo. Buscó comunicarse, y para eso recurrió al medio globalizado por excelencia: la televisión. Pero sobre todo, buscó hacerse comprender. Y esas 24 horas se convirtieron en un inmenso friso cultural. Más allá de las internas –que seguramente hubo– para presentarse ante el resto del mundo a través de una determinada expresión, cada país escogió lo que creyó lo mejor de su cultura. Que en casi todos los casos fue su forma más sublime: el arte. Sin obviar los paisajes naturales, las cámaras registraron, como escenografía, los testimonios del acercamiento del hombre hacia lo divino. La tecnología del siglo XX sirvió entonces para reconstruir la historia del arte sacro, desde las pirámides de Egipto hasta los templos de Indonesia, de la Basílica de San Pedro a las escalinatas mayas. En general, cada país eligió mostrarse a través de lo que consideró más representativo. En el mundo globalizado resurgieron, así, las identidades. En este aspecto, frente al millonario despliegue de los países industrializados ganaron la diversidad y lo genuino: el pueblo en el zócalo de México, la murga Falta y Resto en Montevideo, los ritos maoríes en la playa de Nueva Zelanda. Europa eligió hurgar en su pasado. Dinamarca echó mano a vikingos artificiales. Gran Bretaña, en cambio, asumió el abanico de la inmigración. Entre los lenguajes artísticos, la danza fue uno de los preferidos. Es decir, el más antiguo, el que no requiere de traducciones. Paradójicamente, la reafirmación de la identidad también desnudó algunas rutas de la colonización. Las gaitas sonaron en Irlanda, Portugal, Galicia y Australia. Orquestas sinfónicas acompañaron los bailes de los maoríes y el samba de los cariocas. Pero el arte fue, también, integración. En el acordeón a piano que celebró una boda en una aldea sueca, y en el que hizo sonar el uruguayo Hugo Fattorusso en un candombe. En las guitarras eléctricas de decenas de recitales multitudinarios, y en los milenarios títeres de varilla que desfilaron por Orlando, donde no hubo ningún personaje de Disney. Por primera vez en la historia, la unanimidad usó la pólvora para construir efímeras obras de arte que se disolvieron en los cielos del planeta. Quizás una metáfora del único día en que la humanidad decidió compartirse. |