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Publicada en diario "Clarín", 15 deAgosto de 1987

 


Matogrosso, un intérprete excepcional

 

 


Sibila Camps.

Con prejuicios, posiblemente se desaproveche a Ney Matogrosso, uno de los intérpretes más extraordinarios -y extra ordinarios- de la música latinoamericana. Frente a su espectáculo Pescador de perlas, que se presenta hasta mañana en el Ópera, no hay que suponer que, porque se trata de un brasileño, uno estará frente a una scola do samba. Aunque se tenga la idea de que es la estrella del recital, hay que prepararse para entrar en otra galaxia, en la que Ney no exudaría ese fulgor interno que deslumbra, de no existir una inusual mancomunión con los músicos que protagonizan el show junto a él.

Y hace falta no desconcertarse, no intentar relacionar con parámetros vulgares ese cuerpo delgado enfundado en un clásico traje blanco, con una de las voces más extrañas surgidas desde hace muchos años, la de un contratenor con timbre y liviandad femeninas. Ni detenerse excluyentemente en sus mesurados movimientos gatunos, ni menos aún medirlos con la vara de lo explícito, sino con la de la sugerencia que desprende, como al descuido, quien está de vuelta de apariencias y convenciones.

Pescador de perlas es una delicada ceremonia de hedonismo musical, en la que no importa demasiado el sentido que los autores hayan dado a sus piezas, ni el que el público les haya cargado con los años. Música y palabras son sólo semillas para que Ney y los cuatro instrumentistas encuentren y trasmitan un placer exquisito, que se alimenta de sutilezas y detalles microscópicos.

Cuentan y tocan lo que les ha venido en gana, asumiendo con naturalidad orígenes populares (el guitarrista Rafael Rabello, el propio Ney), o eruditos (el pianista Jo ã o Carlos Assis Brasil, el clarinetista y saxofonista Paulo Sergio Santos). Desde el Brasil y hasta América latina, clásicos del repertorio popular local y hasta del de otros países -como el anónimo venezolano Quirpa llanera-, se entreveran con sus equivalentes dentro de la música mal encasillada como "culta", como Ernesto Nazare, Antonio Carlos Gomes, el aria Mi par d'o dir ancora (Los pescadores de perlas, de Bizet), y Villa-Lobos, nexo de ambas, el espíritu de cuya síntesis incuestionable flota a lo largo de la hora y media del espectáculo.

Lejos de resultar caótico, este eclecticismo desemboca en una coherencia y una homogeneidad condensadas en una fusión que nace desde lo profundo, desde la convicción de que las jerarquías no son válidas cuando se habla de arte. Todo se va hilando con fluidez, ya enhebrado por la temática de los textos, ya por los climas musicales, ya por la sintonía entre Ney y algunos de sus músicos, o entre estos últimos.

Emergen la prescindencia de disfraces y posturas, la certeza de que la única categoría posible es la condición desnuda de humanidad. Y en ella caben todos: desde el sexto sentido de Rabello para dialogar con los diferentes estados de ánimo de Ney sin resignar su frescura, hasta el academicismo -en algún momento al borde de lo cursi- de Assis Brasil; desde el virtuoso swing de Santos, hasta la elegancia del detalle en Chacal, al preferir el lenguaje tímbrico antes que el facilismo del rítmico.

Pescador de perlas tiene la audacia de quienes están más allá de la espectacularidad. Ése es el punto en el que convergen los juegos de silencios y de volumen de los cinco, los increíbles pianísimos de Ney, su serena manera de ocupar el espacio teatral aun sin moverse, y la delicada paleta de luces de Ivanildo Ferreira Guilherme y Walter Ferraz. Y sobre todo, la sensible expresividad de Ney -que hasta da un valor interpretativo a la respiración-, su fraseo coloquial para una dicción impecable, los sorprendentes colores de su voz según la tesitura.

Infinitos y casi imperceptibles matices que desbordan el comentario periodístico. Infinitos aunque tangibles testimonios de lo que pueden el amor por la música y el respeto por quienes la aman con felicidad.