Sibila Camps. "Toco como soy", había dicho Bill Evans a la prensa. Un artista tal vez pueda expresarse en su trabajo peor de lo que en realidad es. Nunca mejor. No es ninguna novedad. Pero lo que sorprende en este pianista de cincuenta años -que físicamente aparenta unos cuantos menos y que, en su arte, parece haber trasgredido cronologías-, es la desgarradora honestidad de su forma de tocar, que asume la silueta dolorosa de una confesión.
Bill Evans se ubica frente al piano como frente a un espejo, y la profunda indagación del teclado no le basta para completar su reflexión. Como quien escribe un diario íntimo, Bill Evans provoca un reencuentro consigo mismo, y el enfrentamiento se acerca al desafío, a la manera de una lucha minuciosa, en la que la sutileza más tenue cobra un significado tajante.
En esa búsqueda insobornable donde la concesión constituye un oprobio, el estilo de Evans es forzosamente intrincado. No se trata de barroquismo, de simple y fácil ornamentación sobre una determinada estructura melódica, sino de algo más complejo. Sus introducciones son tales, y no una excusa para divagar desenfrenadamente.
Evans se aproxima al tema, propone la idea, y a partir del planteo se lanza con la mayor madurez y sabiduría a su fundamentación.
Implacable, con la calma del honrado, perfora incansablemente su propia sinceridad, sin darse nunca por satisfecho. La inspiración es en él una semilla infinita, que en pocos compases da a luz el bosque más generoso y magnánimo.
No es un músico que hace jazz a través del piano. Ni siquiera un artista. Es un hombre íntegro, rotundo. Improvisa con tal seguridad, que parece que estuviera delante de una partitura. Hay en él mucho de los impresionistas, sobre todo de Ravel (una versión de I Love You, Bess, de Gershwin, recuerda a Juegos de agua), sobre todo en el delicado esquematismo de su izquierda, mientras la derecha explora un teclado que no llega a alcanzarle.
Bill Evans se toma su propio tiempo para refinar esos pensamientos que flotan sobre la grupa de las notas. Acelerando, ralentando, su fraseo se expande con total libertad. Juega con las terceras en Seis contra cuatro, busca la disonancia de las séptimas, mecha un vals, se retrueca a sí mismo con progresiones dentro de frases que nunca concluyen. Desenrosca un ritmo de otro y cambia vertiginosamente de modo y hasta de tono, persiguiendo la palabra exacta, la entonación justa.
Es difícil, para quien monologa en voz alta, encontrar -y aceptar- un interlocutor comprensivo y emprendedor. Bill Evans tiene la fortuna incalculable de contar con el contrabajista Marc Johnson, con quien resultan accesibles los diálogos más escabrosos. A los veintiséis años, Johnson es algo más que un monstruo, y con escasísima frecuencia puede hallarse a un contrabajista que, encaramado a un dominio supremo del instrumento -que maneja con la flexibilidad de una guitarra-, pueda cantar tan poética y melancólicamente como lo hace él. Es, quizá, lo que le falta al baterista Joe La Barbera, cuya técnica fulminante (un largo solo en tres por cuatro, con predominio de los graves. Puso en evidencia un manejo casi acrobático del bombo) está desprovista de algo interesante para comunicar.
Bill Evans debutó el miércoles en el teatro Ópera. Luego de presentarse en Rosario y en San Nicolás, actuará el 27 en el Teatro Municipal General San Martín. Un público inteligente aprendió en el Ópera con el mensaje de este gran filósofo del jazz y le devolvió su respeto. Cada pieza suya fue, dramáticamente, una carta definitiva. Tal vez Bill Evans no haya condescendido a perdonarse. En última instancia quedó en paz consigo mismo. |