Sibila Camps  
                  "No pensé que había tantas  cosas para ver", confesó Leo antes de alejarse del MALBA (Museo de  Arte Latinoamericano de Buenos Aires). Sus compañeros del Instituto Román  Rosell usaron los adjetivos "lindo" y "hermoso" para  referirse a las obras. Las miraron con las manos, con los oídos,  con el olfato, al inaugurar las visitas especiales para ciegos. 
                  Al observarlos se toma conciencia de  la infinidad de maneras posibles de apreciar el arte. Importa el edificio que  lo contiene, que Jorge llega a percibir como "un lugar con mucha  luz". Los materiales con los que está construido, como la madera  que Jorge identifica al golpear el piso con su bastón. 
                   Al personal del museo no le resultó  fácil escoger las obras de las cuales se harían réplicas y, sobre todo, hallar  un criterio de selección. "Al principio queríamos hacer copias idénticas a  los originales; pero después nos dimos cuenta de que lo importante era la  capacidad para trasmitir un desarrollo del arte del siglo XX", resume Lía  Munilla, directora del Area de Educación y Acción Social. 
                   De esa historia habla Florencia, la  guía, cuando los visitantes ya están sentados alrededor de la mesa de la  biblioteca y les acerca una copia de El acordeonista, de Pablo Curatella  Manes (1922). Los dedos de Julio buscan la redondez de los brazos, pero  encuentran planos. Sebastián reconoce las aristas. 
                   "Localicé primero la nariz,  luego el instrumento", contará más tarde Francisco (74). Hace 25 años que  perdió la vista y, además de concurrir al taller de cestería —como sus  compañeros—, también hace cerámica. "Me gusta tocar el cuerpo de la obra,  sentir sus proporciones, porque me ayuda". 
                   "¡Qué hermoso gato!",  exclama Jorge, cuando sus manos transitan una versión en yeso de la escultura  homónima (1932) del venezolano Francisco Narváez. La acaricia íntegra, le mima  la cabeza. Julio identifica las orejas. Leo recorre la cola. 
                                      Escultura blanca (1946), del uruguayo Carmelo Arden Quin, les  plantea varios desafíos: es totalmente abstracta, y algunas de sus piezas  pueden sacarse y ponerse. Andrés la palpa completa con toques tenues, luego la  tantea con las palmas, después desliza las yemas. "Por el olorcito que  tiene, es madera", descubre Julio, sentado a dos metros de la  reproducción. 
                   El tiempo no les alcanza para  explorar una versión reducida del collage Juanito dormido (1978), de  Antonio Berni: rastrean relieves, preguntan por los materiales, registran  detalles. Todos comparten piezas del Rompecabezas (1968-1970) de Jorge  de la Vega, adaptadas a un tamaño manuable y reproducidas en papel con relieve,  mientras escuchan una explicación del autor. 
                   Ya en una de las salas, Florencia  les relata dos cuadros. Van ubicando a las mujeres de La fiesta de San Juan,  del brasileño Cándido Portinari; luego esbozan las voluminosas figuras de Los  viudos, del colombiano Fernando Botero. Finalmente se entusiasman con la  extensa y suavísima superficie del Banco con ocho elementos (1976), de  Jorge Michel. El enésimo día de lluvia impide el remate previsto: hacer sonar  los instrumentos de León Ferrari en la terraza del MALBA. 
                   Están emocionados. "Te dicen  cómo es la obra y uno va viéndola mentalmente", confía Leo. "A mí me  gusta mucho imaginar lo que describen —revela Sebastián—. Y acariciar  tangiblemente las obras". "Tocar las texturas —agrega Julio—. La que  me dio más ternura fue la del nenito". 
                   Hilda no acierta con las palabras:  "Es una experiencia tan linda, que no te la puedo contar". Para  recordarla, comienza a rozar el folleto en Braille. 
                     
                   
                  |