Sibila Camps
“Soy de perfil bajo. De hecho, no estaba muy de acuerdo con esta nota”, confiesa Yael Hergenreder (25). Lo dice cuando va finalizando la entrevista, ansiosa por entrar al Aula Magna de la Facultad de Derecho, donde recibirá su diploma de abogada. Lo dice sin tener aún conciencia de que estos años de desafiar los límites de su cuerpo están por convertirla en un faro, que ayudará a disolver un poco más las tinieblas que cercan a las personas con discapacidad.
Yael es la hija mayor de Walter (50), comerciante en el rubro de calzado, y Olga (54), empleada en una clínica; nueve años después llegó Martín. Quizá fue un virus al inicio de la gestación lo que inhibió parcialmente el desarrollo de esa beba, que nació sin brazos y con una pierna más corta.
Recién se sentaba cuando Olga observó el modo como agarraba con los pies un barrote de la cuna, “y a los seis meses me puso la mamadera – recuerda Yael–. Así, después me puso juguetes, me puso un lápiz, me puso libros”. Los pies aprendieron a moverse con la fineza de las manos ausentes. Ningún terapista ocupacional le sugirió nada a Olga. “Instinto maternal, nada más”.
En el Hölters Schule de Villa Ballester –el barrio donde sigue viviendo–, desde el jardín hasta el secundario, Yael contó con el acompañamiento del que carecen muchos chicos con discapacidad, y que les impide continuar estudiando. “Me bajaban el pizarrón hasta el piso. Tuve la asistencia permanente de directores y preceptoras”. Entretanto se atendía en el Hospital Garrahan, donde soportó tres cirugías, la última a los 12 años. “Recién a los 20 me dieron el alta”.
Para entonces, Yael avanzaba en los estudios de abogacía, “porque creo que tengo un carácter bastante complicado. Siempre me gustó lo artístico: cuando era chica quería anotarme en distintos lugares, y siempre me discriminaron. Tengo el carácter suficiente para enfrentarme o defender lo mío, pero hay gente que no. Y tengo también un sentido muy comunitario”.
Una hora y media de viaje a la ida, otro tanto a la vuelta, “en colectivo y apretada en los trenes de miércoles”. Eligió derecho privado y empezó a meter materias a buen ritmo y con buenas notas. En un boliche, bailando, conoció hace cinco años a Gonzalo Muñoz (24), vendedor en una vinoteca. Llevan un año y medio viviendo juntos.
“Hago todo con los pies: los quehaceres de la casa, plancho, cocino, amaso, me maquillo, coso y me bordo mis trajes”. Es que además encontró el tiempo para bailar jazz y enseñar danza árabe en un gimnasio.
Yael se enteró del Programa Universidad y Discapacidad de la UBA recién al recibirse, ya que ni siquiera necesitó una computadora adaptada. Allí está trabajando como becaria, en un plan que busca la accesibilidad física, comunicacional y cultural a los estudiantes con discapacidad, al tiempo que da estrategias didácticas a los docentes. Será su jefe, el abogado y antropólogo Juan Seda, quien le entregue el diploma dentro de un rato. Inteligente, bonita y desenvuelta, aún no pudo conseguir empleo, “porque sufro mucha discriminación”.
Pero ahora prefiere dar vuelta la página, y también la entrevista. “Me costó mucho llegar acá – reconoce por fin– y quiero disfrutarlo”.
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