Publicada en Clarin.com, Buenos Aires, 21 de julio de 2012
Es una celebración auténticamente popular. La organiza la familia del Indio Froilán, un célebre luthier de bombos y cajas. Incluye tres días de baile y musiqueada en su famoso Patio.
SIBILA CAMPS. ENVIADA ESPECIAL A SANTIAGO DEL ESTERO.
Caminar siete kilómetros en medio de una multitud de bombistos se siente como estar adentro de un corazón al trote. Es la culminación de una celebración única en la Argentina, en la que el pueblo –personas de todas las edades y condiciones– es en todo momento el protagonista. Una prolongada y creativa fiesta en la que aflora la musicalidad de los santiagueños.
La idea surgió en 2003, entre el Indio Froilán (6) –José Froilán González, un famoso luthier de bombos legüeros y cajas vidaleras –, su esposa Teresa Castronuovo (60), docente, y Eduardo Mizoguchi. Anidó en El Patio del Indio Froilán: el polvoriento patio de su casa, en medio del monte, a 3 kilómetros de Santiago del Estero, que los domingos se abre a quienes quieran musiquear y bailar, y aprovechar las sabrosas comidas típicas que preparan sus familiares y sus vecinos del barrio Boca del Tigre.
Después de la gran crisis de principios de siglo, y unos días antes del aniversario de la ciudad, el desafío de reunir 600 bombos (fueron 648) y convertirlos en un metrónomo retumbante por 7 kilómetros significaba ponerse nuevamente en pie y reivindicar las tradiciones santiagueñas. La iniciativa tocó la cuerda de una necesidad, y la fiesta fue creciendo hasta cumplir ya diez años. Las autoridades de la Nación, la provincia y los municipios de Santiago y de La Banda facilitan y acompañan, pero sin entrometerse en la organización.
La fiesta se inicia el viernes, cuando familias de todo Santiago y santiagueños de la diáspora desperdigados en todo el país se instalan en el Patio, a compartir e improvisar. No se paga entrada. Nadie cobra por tocar, cantar, bailar ni conducir esa peña gigantesca, que sonaría desajustada al cabo de algunos vinos, de no ser porque es difícil toparse con un santiagueño desafinado.
Van subiendo por riguroso orden de llegada, para entonar cuatro temas –chacareras, gatos, escondidos, remedios, alguna zamba picadita–, sin derecho a bises. El escenario es libre para conjuntos de renombre regional, ballets de academias folklóricas, Peteco Carabajal y musiqueros aficionados. Todos consiguen encender el baile, en el patio abierto o bajo los algarrobos: parejas jóvenes, matrimonios veteranos, un padre con su niña, dos muchachos, dos amigas cincuentonas, con cualquier ropa, sombrero, gorro o boina, en cualquier momento del día o de la noche, en cualquier lugar del patio.
En el medio está el quincho en el cual Froilán ha montado su atelier, que comparte con hijos y sobrinos. Un amasijo de perros se amucha sobre los cueros de cabra que algún día marcarán el latido de un gato o una zamba. A pocos metros, una ronda silenciosa admira al artesano, mientras decora con pirograbado el cilindro de madera de ceibo. Una madre le arrima a sus dos niños, que cargan sus bombos, en busca de una bendición: "Don Froilán, ¿me los toca, que mañana van a ir a la Marcha?"
Imposible no salir ahumado en medio de cantinas, parrillas, discos y fogones. Junto a la casa del Indio y la Tere –una casa de puertas abiertas de sólo dos dormitorios, una cocina amplia y una galería generosa–, Chita, una de los nueve hermanos de Froilán, dirige la elaboración del guiso, en la cual participan parientes, amistades y allegados, que serán sus destinatarios.
El viernes es la vigilia de la Marcha, y poco antes de las 4 de la mañana, cuando los sonidistas se van a descansar, deciden quedarse un centenar de personas, musiqueando casi a capella. Los gallos se desgañitan, mientras los bombos resbalan hacia el amanecer como un galope desparejo.
El frío encoje los cuerpos y en las brasas de los fogones se tuestan tortillas santiagueñas. Un vecino cartonero entra y sale con su carrito, llevándose el botellerío. Doblados en dos en un tablón o el cachete pegado contra un tocón, algunos duermen su macha mansa (en estos diez años, jamás hubo el menor incidente). Las gallinas picotean el desparramo de basura. Va formándose una cola frente al fogón de los dueños de casa, donde se ofrece mate cocido y tortilla.
La excitación va creciendo a partir de las nueve, cuando empiezan a llegar quienes participarán de la Marcha en ésta, la columna principal (otras dos caravanas parten desde el arco de entrada de la ciudad, y desde La Banda). Los ojos están puestos en los instrumentos, que van calentando los parches y encendiendo nuevamente en todo el patio los fueguitos del baile.
Se entona el Himno con entusiasmo sincero y a las 10.10, Tere da la señal de largada de la Marcha. Desde los parlantes de un enorme camión, la armónica de Hugo Díaz va marcando el rastro de los bombistos y las bombistas, y de todos quienes los acompañan. Resuenan cueros y repiques a lo largo del canal, acompañando a los vecinos que salen de sus casitas tan grises como el camino, y que festejan tirando cohetes.
Cuando golpean al unísono, los palillos suenan como una lluvia de maderitas. Cada tanto se apaga el galope, cuando todos levantan sus bombos. Redoblan grupos de amigos, haciéndose contrapuntos. Gustavo Palavecino retumba su propia plegaria; junto con sus hijos tienen un conjunto de bombos, Los Pala, pero se ha venido solo con su esposa desde Trenque Lauquen, en moto.
En Santiago, en vez de la camiseta del club de fútbol, muchos padres compran a sus bebés un bombito, y hoy lo estrenan en público. Por aquí bate el parche un joven con síndrome de Down; otro lo hace dos cuadras más atrás. Una anciana ciega avanza con la mano sobre el hombro de una bombista, ambas muy pobres. Quien no bate el parche ni lleva una guaga en brazos, hace palmas.
La libertad es absoluta, cada cual interpreta la Marcha como la siente y con lo que siente: banderitas santiagueñas, un vestido de paisana, traje de gaucho, la ropa de todos los días. En una de las paradas de la Marcha –cada parada es un homenaje a personas populares de la provincia–, Morena se luce improvisando: tiene 13 años y toca el bombo desde los 4. En otra parada, Francisco Carrera (29) está feliz haciendo sonar el inmenso instrumento que trajo desde Pergamino, que sólo deja para malambear.
Más y más gente va sumándose a medida que avanza la Marcha, flanqueada por multitudes que aguardan su paso. Cuando llega al Parque Aguirre la columna de La Banda, escoltada por hombres a caballo, ya ha concluido el homenaje del Indio y la Tere a diez madrinas o padrinos, que han tenido una intervención decisiva en estos diez años de la Marcha.
Muchas familias y grupos de amigos se vuelven al Patio del Indio, donde se reanuda la fiesta. Los hornos de barro ya están sacando las primeras de empanadas. Las parrillas ya están humeando. Los caminantes están exhaustos, pero los musiqueros vuelven a encender las fogatas del baile. Tere ya arrastra los pies, pero no deja de estar atenta y de hacer indicaciones. Derrumbado en un sillón del comedor, sordo al trajín y a la excitación, el Indio Froilán se ha quedado dormido.
http://www.clarin.com/sociedad/personas-participaron-Marcha-Bombos_0_740926164.html
Algo más raleado ahora, pero monte sigue siendo ese rincón del barrio Pozo del Tigre –oficialmente Barrio Aeropuerto– donde vive y talla sus bombos Froilán González, a sólo 3 kilómetros de la ciudad de Santiago del Estero. Allí vivía su abuela, allí vivió su padre, Ramón, y allí crecieron los diez hijos, cada uno con su pequeño lote entre algarrobos, chañares y algunos piquillines. Los gallos marcan los amaneceres. Y los días de semana, cuando se apagan las chacareras, vueven a oírse los balidos de las chivas de los vecinos.
En 1997, don Carlos Saavedra, patriarca de una familia de bailarines para el asombro, le pidió a Froilán el patio de su casa –patio santiagueño de 30 x 50 metros, patio de tierra sin orillas ni contornos–, como lugar de encuentro de músicos, los domingos. Ellos mismos compartían un conjunto, Los Morochos. Ana, una de las hermanas del Indio Froilán, vendía sus empanadas. No había escenario y alquilaban las sillas.
Cuando se mira el tronco retorcido de un ceibo, cuesta creer que de él salgan los maravillosos bombos legüeros que tallan Froilán González y sus aprendices. Al menos 25 años deben tener los árboles que el artesano elige a unos 35 kilómetros de su casa, en el monte, en las orillas del canal de riego, para convertirlos en un instrumento, tras 15 a 20 días de trabajo.
Sólo cuando se ve trabajar al Indio Froilán se comprende cómo esa madera maciza y rugosa va ahuecándose, con gubias y martillo, hasta convertirse en un cilindro terso. Los parches se hacen con cueros de cabra, estaqueados al sol. “Elegimos el pelaje, todo lo hacemos nosotros”, comenta el luthier.