Sibila CampsArtículos destacados
   
   
Publicada en diario "Clarín", Buenos Aires, 20 de octubre de 2008


 
   
 

Preservativos

 

Los agentes sanitarios han preparado láminas para alertar sobre las adicciones -tabaco, alcohol- y el sida. Arman, incluso, una ronda de copleros y, micrófono en mano, exhortan a divertirse, "pero sanamente". Cuando el viento de la tarde empiece a levantar polvo y los hombres se acerquen a las carpas (cantinas de comida y de baile), el vino y la cerveza los empujarán a la rameada, una costumbre popular que socialmente habilita a los muchachos a acercarse sexualmente a las chicas. Por eso, la directora de Salud del municipio, María Teresa Olloqui, reunió a un grupo de colaboradores para repartir preservativos y volantes.

PRIMERA NOTA. SE HACE DESDE ANTES DE LA COLONIA


Manka Fiesta: la feria más antigua del país en la que aún vale el trueque
 


Por estos días, en La Quiaca, el efectivo es tan válido como el canje en un evento lleno de tradiciones.

 


Sibila Camps
Enviada especial a La Quiaca

Mientras las grandes compañías financieras internacionales se derrumban, en La Quiaca y como antes de que vinieran los españoles, unos 2.000 quebradeños, puneños y vallistos continúan llegando para el tercer fin de semana de octubre para vender o canjear el excedente de su pequeña producción, y hacerse de lo que la naturaleza no permite en sus pagos. Es la Manka Fiesta o Fiesta de las Ollas, en quechua, porque los cacharros de barro son buena parte de la oferta.

Se trata de inmensas tinajas, ollas con y sin tapa, platos hondos y cazuelas, chanchitos alcancía que revelan la mínima escala de esa economía. Enormes bártulos envueltos en pasto seco, que todos los años cruzan el río Grande de La Quiaca desde Casira, Bolivia, y que rompen los esquemas de la Aduana, tan posteriores al establecimiento de esta feria como los territorios argentino y boliviano.

Ya casi no vienen en burros -podrían traer poca carga- sino en camionetas y camiones. Con sus bolsas y hatos, algunas familias vienen en colectivo. Los pasajes los obligan a manejar billetes, que se alternan con el trueque, que subsiste a través de los siglos. "Una noche y medio día", ha viajado Antonia Condorí desde La Paz, con utensilios de cocina en madera de pino y de naranjo del taller de su hermano. "Nos han dicho que hay venta. Hablan allá los artesanos".

Por primera vez en los 101 años de existencia de La Quiaca, La Manka -como la llaman- tiene lugar en el medio del pueblo, en el predio de la estación de ferrocarril, inútil desde 1990. Sin apoyo de la provincia, el intendente Ernesto Daniel Suárez decidió reconocer los valores de este encuentro, y habilitó comodidades inéditas: luz eléctrica, espacio, cierto ordenamiento no invasivo, baños químicos, personal de seguridad y de salud.

También por primera vez, la Manka fue inaugurada con una chaya: granos, harinas, hojas de coca, tabaco, bebidas y quema de hierbas, "p'agradar a la Pachamama, nuestra magre-describía uno de los oficiantes-, para que el año que viene estemos más juntos, más unidos". Pocas cámaras y pocos celulares -de visitantes, antes que turistas- registraban la ceremonia, mientras un mamao manso basculaba su macha y "dirigía" de lejos los huaynos y bailecitos desacordados por la Banda Municipal de La Quiaca.

La variedad de alimentos parece indescifrable para los consumidores urbanos: maíces blancos, morados y amarillos; trigo, harinas de maíz, semillas de quinoa y de alfa (alfalfa), tubérculos de todos los colores. Las frutas secas y desecadas parecen infinitas: "Pelones, peras, manzanas, nueces, cachas de membrillo", enumera Simona Farfán, mientras convierte un pelón seco en una tira, con la que hará una guagua, una golosina con forma de muñeco.

Cuando no juegan en los pequeños peloteros o en la calesita manual, los chicos de los campesinos se desviven por los refrescos caseros, las gelatinas y, sobre todo, los helados. La noche del viernes hizo 3° bajo cero, pero el sol del mediodía cuartea las mejillas. La mayoría viene de lugares donde no hay electricidad, por lo que uno de los productos que más cambia de manos en esta feria son el charqui o la chalona, carnes de llama o cordero conservadas en sal.

El tiempo va pasando, y hay que comer. Muchas familias se arman su fogoncito. También están las carpas, como se llama a las cantinas. Los vecinos de Villazón volvieron anoche a sus casas. Quienes viven más lejos se quedarán hasta que hayan vendido o canjeado por lo que necesitaban. Muchas camionetas volverán a los valles con pieles, y otras irán a la Puna con cañas para techar.

 

 
   
Publicada en diario "Clarín", Buenos Aires, 21 de octubre de 2008

   
 

Por qué se hace en La Quiaca

 

¿Por qué la Manka Fiesta se estableció en La Quiaca? "Es un centro equidistante en relación a las quebradas y a los salares, el de Uyuni en lo que hoy es Bolivia, y las Salinas Grandes en la Argentina -explica el antropólogo Héctor Torres, nacido en Barrios, muy cerca de allí-. La sal era muy importante, porque servía para conservar los alimentos".Ya casi no traen bloques de sal, pero sí gran cantidad de carne charqueada. "Tradicionalmente, la Manka Fiesta permite la complementación de la dieta", señala Torres. Carne, sal, quesos, cueros, lana y tejidos de la Puna, se intercambian con la agricultura de las quebradas: papa, maíz, verduras, frutas (frescas, desecadas o secas), plantas medicinales y cestos.


SEGUNDA NOTA. ES LA UNICA FERIA PRECOLOMBINA QUE SIGUE VIGENTE


Cruce de culturas en la fiesta del trueque más antigua de la Argentina


 

Desde costumbres ancestrales hasta modernas bailantas, todo es posible en la Manka Fiesta.

 


Sibila Camps
Enviada especial a La Quiaca

Cuando en lo que hoy es La Quiaca se estableció la Manka Fiesta -la única feria precolombina que subsiste en territorio argentino-, prevalecieron criterios de conveniencia parejos para todos los habitantes de la región, que integraba el Kollasuyu. Esos nueve días de octubre fueron entonces, desde siempre, no sólo un espacio de intercambio, sino también de encuentros. Pero en las últimas décadas, ya son siglos diferentes los que se entrecruzan o chocan, se superponen o se descartan.

Sobre los hatos de lana que aún no lograron canjear dos vecinas de Villazón (contigua a La Quiaca, ya en Bolivia), hay dos caparazones de quirquincho con futuro de charangos, por los que pagaron veinte pesos. Pocos productos de fabricación industrial se ven entre las bolsas de papines y los atados de cebolla de verdeo, entre los cabestros trenzados por un artesano soguero y las hondas de lana hilada para cazar palomas y zorros. Entre ellos está el único vendedor de CDs quien, pese a contar con una variedad de discos truchos, difunde sin cesar a la sorprendente coplera salteña Balvina Ramos.

Alguna vendedora urbana despliega cajitas y sobres multicolores con ungüentos y remedios naturistas. A su lado, la pollera de una campesina parece extenderse en las bolsas de yuyos medicinales que ella misma ha recogido por su valle.

De Matancillas, en la Puna jujeña, ha venido una familia de tejedores, con ponchos, mantas y chuspas (bolsitos). Son los hombres quienes se sientan frente al telar, imbricando las lanas hiladas y teñidas por las mujeres. A todas las edades arman tramas y urdimbres, desde Lino Chocamani, el padre, hasta Alex (17) y José Armando (12). Un mes de trabajo con una manta les reportará entre 60 y 100 pesos. "Somos urbanizados como laburantes, pero ahora vinimos particularmente", cuenta Lino, para explicar que trabajan en cooperativa.

Mientras los "puestos" de textiles son atendidos por hombres, queda a las mujeres el recorrer la feria ofreciendo ropa de confección industrial -tanto nueva como usada-, en especial para niños y hombres.

En el sector de artesanos, no son muchos los que presentan instrumentos andinos, casi únicamente quenas, anatas y sikus, cuyo barniz brillante revela intenciones decorativas antes que expresivas. Copleras y copleros, en cambio, se han traído sus propias cajas, cuyos parches vibran al caer el sol.

Es la hora en que empiezan a retumbar los parlantes de las carpas bailables, como llaman a las cantinas con pista. Chapa junto a chapa, chapa sobre chapa, piso de tierra, a la entrada una lona a modo de cortina y un barril para atajar colados. Adentro, códigos de disco: poca luz, mucha cerveza y cajas de tinto Vin Up, y DJs que atruenan con música boliviana bailantera. De los violentos se encarga la Policía: la noche del sábado, 27 hombres diluyeron la macha en la comisaría, y 13 chicas en el hospital.

"No me gustan las carpas -confiesa Antonia Condori, quien viajó desde La Paz con sus utensilios de madera-. Hemos dormido aquí en el piso; con el chaparrón nos hemos tapado con un nailon, nos hemos asegurado. ¿La música? Toda la noche, hasta el amanecer".

El corredor de cantinas y bailantas se espesa con el humo de los chorizos caseros y de las fritangas de empanadas. Pocas campesinas se atreven a zigzaguear hasta el fondo, donde ha quedado arrinconada la carpa de los copleros, la única donde no se cobra entrada. La ronda se espirala y se desenrosca, al compás del latido de las cajas. Un borracho rebota para adentro y para afuera, sin poder decidir en qué mundo quedarse.