Publicada en Clarin.com, Buenos Aires, 23 de julio de 2012

 

La tristeza de las vidalas en una alegre fiesta de pueblo

Reúne todos los años a vidaleros y quichuistas en Fernández, a 45 kilómetros de la capital. Busca afianzar y expandir una forma muy especial de la copla.

SIBILA CAMPS. ENVIADA ESPECIAL A FERNÁNDEZ, SANTIAGO DEL ESTERO.

Mientras pastaba cabras en Cheej, a tres leguas y media de Fernández, Jovita Carol (83) soñaba con ser maestra. “No va a quedar aquí, corriendo a las iguanas y a los chivitos”, decía la madre a su esposo. Cuando decidieron hacer el esfuerzo de mandarla a la casa de una tía a “la ciudad” --Santiago del Estero--, la madre le prohibió hablar “la quichua”, para que no se rieran de ella. “A los rebencazos nos llevaban a la escuela si hablábamos en quichua”.

Muchos años después, esta maestra a quien sólo la muerte podrá jubilar se recibió de profesora de quichua, y comenzó a trasmitirlo a otras docentes, y a quitarles las vergüenzas a sus vecinos. En ese rescate renacieron también las vidalas, que desde hace doce años los congregan pocos días antes del aniversario del pueblo, en una fiesta a escala humana.

“Era montaraz. 'Sachera', me decían en la escuela, porque vivía en el monte”. “India”, le decían sus compañeras. Jovita se resistía a leer en voz alta, porque sus compañeras se burlaban de su acento paisano. “Ser india, hablar quichua, era vergonzante”. Estuvo a punto de volverse al campo, hasta que una profesora le dijo “Vos sos india, pero de las mejores”, y le recordó que en Cheej vivían los tonocotés, una rama de los diaguitas, a su vez parte del pueblo calchaquí. “Desde ese día me sentí orgullosa de ser india”.

En realidad, doña Jovita es descendiente del pueblo comechingón, algo que cuesta creer al ver su piel traslúcida y sus ojos como botoncitos de agua, herencia de la rama paterna irlandesa. Pero siempre buscó revivir el idioma original con sus alumnos, mediante adivinanzas o jugando a pelearse en quichua.

Ya había juntado varias arrugas cuando el profesor Domingo Bravo abrió la Escuela de Quichua en el Museo Arqueológico Provincial, en la capital santiagueña. “¿Qué va a aprender quichua, si la quichua no se escribe, si no tiene libros? --le dijo la madre--. Quédese aquí, y cébele mate a su marido”. Sí tenía y tiene libros, y Jovita los estudió. A los 90 años, su madre estuvo presente cuando recibió el diploma.

Pero ya desde antes, doña Jovita venía trasmitiendo el idioma y la cultura a otras docentes de Fernández, y arriando a los quichuistas que aún los tenían escondidos. Esas alumnas, animosas e incansables sesentonas, son las que, desde hace doce años, vienen reuniéndolos pocos días antes del aniversario del pueblo, para que también los compartan otras familias. Las alienta y acompaña la tucumana Josefina Racedo, psicóloga social y docente universitaria, pero sobre todo militante respetuosa y sabia de la cultura popular.

En los terrenos del ferrocarril que ya no pasa –apenas un carguero, una vez por semana--, bajo un algarrobo amarronado por el invierno en cuyo tronco han colgado algunas cajas, un terraplén se ha convertido en escenario. Pero los vidaleros y las vidaleras no saben de cables ni de retornos, y han formado rondas de sillas en las cercanías de los improvisados puestos de comida. Van llegando de a poco, como en un cumpleaños.

Los esperan algunos visitantes de Buenos Aires, estudiosos de los cantos ancestrales con caja, que sacan sus cuadernos y grabadores apenas comienzan a conversar. Algunos vienen por primera vez. Otros son “de la casa”, como Mauricio Cucien, quien dicta talleres de cantos ancestrales con caja en el Instituto Universitario de Arte (IUNA) y en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, entre otros lugares. Hay también alumnos del taller del Centro Cultural Ricardo Rojas, que abrió hace muchos años Leda Valladares, a quien varios rinden homenaje. Todos se alojan en casas de familia, ya que en Fernández –un pueblo de unos 14.000 habitantes-- no hay ningún hotel.

Unas cuantas mujeres han trasnochado para preparar el relleno de los pasteles –las sabrosas empanadas de carne, fritas--, pelar y cortar el zapallo para el locro, afinar la masa para las tortillas santiagueñas, dar forma a las rosquillas, amasar los panes, hornear los budines, hacer saltar el pochoclo. Varias de ellas son las mismas que, cada tanto, se limpian las manos y se acercan para echar sus coplas.

Es realmente un encuentro, no un festival, y se vive de manera horizontal. No hay programa ni conductor; sólo Casilda Chazarreta –la Peti, para todos–, micrófono inalámbrico en mano, va enhebrando las voces a medida que los presentes necesitan soltarlas, hasta que se arma un coloreado collar de coplas.

Doña Roberta Pajón entona una alabanza, morosa como un lamento. Doña Panchita, con una voz firme que desmiente sus casi 80 años, desenrolla el hilo de una vidala. Tristes y apenadas las vidalas, que hablan de pérdidas, de partidas sin retorno, de amores rengos; y al final el grito agudo, para soltar la presión de la angustia contenida. “Angustia de ver que la única vaquita se nos moría de sed –recuerda doña Jovita--. Por eso es que la tierra tiene lamento, por la falta de agua para nosotros”.

Dolidas también las bagualas, acercadas por cantores que se han venido de Salta. Festivas son en cambio las coplas jujeñas, compartidas en ronda por Tesy –Teodocia Guanactolay--, nacida en Queta, un paraje de la Puna, cuyos versos no ha olvidado cuando se fue a vivir a Buenos Aires; allí comenzó a juntarse con otros exiliados del noroeste, que forman Unidos en la Copla.

Hermosas voces crudas tienen todas estas cantoras y cantores. Voces sólidas, seguras, conmovidas y conmovedoras. Voces confiadas, por saberse escuchados y comprendidos. Sólo la emoción hace tiritar la garganta de doña Jovita, que regala su vidala y lanza vivas “a mi mami, a mi papi, y viva el río también”.

Las familias han apurado la sobremesa del domingo y se han instalado con mesas y sillas. Recién ahora se usa el escenario, donde el bandoneón de don Almaraz hace bailar a los vecinos, chacareras y escondidos primeros, chamamés después. Ya hay una multitud cuando los jinetes del Centro Tradicionalista Fogón de la Amistad, vestidos con la ropa de todos los días, se preparan para la carrera de sortijas. En cuatro pasadas, sólo dos se alzan con ella: serán los que participen en la carrera cuadrera. Todos se conocen. Todos se saludan. Todos preguntan por alguien. Todos se alegran de ver a alguien.

En las casas sólo quedaron los perros.

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