Sibila Camps
Descubrí que fuera de Buenos Aires también se comían "otras cosas" en la escuela primaria, cuando la única compañera provinciana —una cordobesa de San Francisco— volvió de las vacaciones trayéndome un patay. Con ese pan de algarroba evocaba siempre a su pago; con ese gusto áspero aún la recuerdo.
Después comencé a saborear los platos regionales antes de probarlos, a través del folclore y de sus poetas: Armando Tejada Gómez con su Canto popular de las comidas; la mazamorra, a través de Antonio Esteban Agüero; los vinos cafayateños, de la mano de Manuel J. Castilla; y ese menú del noroeste desplegado por Virgilio Carmona en Al jardín de la República.
Más tarde entraron por la boca y por los oídos. El pastel de choclo y la chicha de maíz, durante un carnaval a pura albahaca y bandoneón carpero en la finca de las hermanas Cari, maestras y copleras, en Cerrillos, quebrada de Humahuaca. Un refrescante tereré sentada en la tranquera, en una yerra y desguampada en campos de Caá Catí (Corrientes), mientras al asador se doraba la factura casera enroscada en espiral y los musiqueros templaban las guitarras.
Los sabores quedaron acollarados al paisaje. Un asado de llama (nunca tironeé de una costilla tan larga) en Abdón Castro Tolay, un pueblito de la Puna jujeña, de espaldas al río Las Burras. Un dorado "carancheado" entre varios comensales en Corrientes, a orillas del Paraná, acompañado por mandiocas hervidas. Una enorme trucha asada, pescada por el cacique de la comunidad mapuche Catrileu en el lago Ñorquinco.
Menúes enlazados con la geografía. Quesillo de cabra con arrope de tuna frente al Cerro de los Siete Colores, en Purmamarca. Choclos de dientes perfectos en Posta de Lozano, entrando a la quebrada. Picante de pollo en medio del horizonte recortado de Humahuaca, respirando hondo al pensar en el implacable locoto. Chanfaina de cabrito con vista a las sierras de Comechingones.
Transformados en tentaciones, muchos bocados típicos reemplazaron al almuerzo en los viajes de trabajo. Con el equipo de mate siempre listo, imposible andar por Corrientes sin mordisquear un chipá; por Santiago del Estero sin pellizcar una tortilla asada al rescoldo. ¿Cómo ir por Traslasierra y no aguantar a pan y salamines caseros pelados con el cortaplumas? ¿O por los Valles Calchaquíes sin echar mano a las colaciones rellenas de dulce de cayote?
Con el tiempo, programadas en el itinerario, las comidas criollas se convirtieron en el esperado remanso de la jornada. Chupín de pescados de río en Formosa. Locro "pulsudo" en Tilcara. Humitas en Tafí del Valle. Torta de novia en Simoca. Empanadas en Famaillá.
La familia fue acostumbrándose a probar incógnitas envasadas: escabeche de vizcacha, jamón de ciervo, dulce de rosa mosqueta, arrope de caña, cuaresmillo en almíbar, alfajores de todo el mapa. Los chicos remplazaron los caramelos por alfeñiques. Los adultos descorcharon mistela y vinos pateros. Intentar traducir al plato esos recuerdos gastronómicos dejó casi siempre un regusto a fracaso. No sólo faltan el horno de barro, el fogón en tierra, la paila de cobre, el mortero, los chicharrones caseros, los maíces coloridos, el surubí casi boqueando. Faltan la tierra regada con el agua única de cada pueblo, el ritmo de maduración de cada sol, la leña juntada a mano y, sobre todo, la memoriosa sabiduría de unas manos morenas. |