Sibila Camps
En un lugar donde hay niños, siempre aparece alguien que cuenta cuentos. En este cuento (o nota, que por esta vez es lo mismo), también hay chicos. Muchísimos.
Son los que ayer fueron a la inauguración de La Calle de los Títeres, abierta por el Programa Cultural en Barrios de la Secretaría de Cultura de la Comuna. Anduvieron curioseando los muñecotes diseñados por Helios Buira, que asomaban entre las horquetas de los árboles en pleno otoño, y de las ventanas de las casas de la primera cuadra de la calle Baigorri, al 1500 de la avenida Caseros.
Desparramados sobre la vereda armaron sus propios muñecos, vistiendo cajas de remedios con papel crêpe, poniendo miradas de chapitas a sachets de leche, implantando hebras de lana en envases de yogur. Le ganaron al viento que intentaba llevarse sus papeles, y colgaron sus monigotes en la Guardería de Títeres.
Alertados por el redoble del tambor, desmontaron de sus bicicletas, pusieron la patineta bajo el brazo y corrieron de acá para allá tras el pregonero del Centro de Investigaciones Titiriteras, y –mientras algún papá descifraba el partido con la Spika en la oreja, mientras alguna abuela cargaba con la muñeca olvidada, mientras algún perro movía la cola sin entender nada–, se sentaron sobre adoquines festoneados de pastito frente a un retablo, y frente a otro, y a otro más, para escuchar cómo los títeres les contaban, una vez más, el cuento de nunca acabar.
El cuento de nunca acabar
La primera vez se lo contaron Mané Bernardo y Sarah Bianchi, a través de Marote y de Matete, mientras El Contador de Cuentos, de mameluco y sombrero, sonreía viendo palmear a los chicos, como si fuera la primera vez que observaba a los pibes mirando una función de títeres.
La segunda vez se lo contó el Guaira Castilla –el hijo de ese otro contador de cuentos, rimados, que fue Manuel J. Castilla–, a través de su Teatro de Títeres El Coyuyo. Era, precisamente, un cuento del Contador de Cuentos, La calle de los fantasmas, y los chicos espiaban por detrás del retablo, y parloteaban desprolijamente con los personajes.
Otra vez se lo contó Pepe Ruiz desde su Retablo de las Golondrinas, tras haberles mostrado la valija del titiritero; y los chicos supieron quién era El Caballero de la Mano de Fuego –que durante tantas siestas domingueras había estado contando El Contador de Cuentos–, y aplaudieron el happy end con el fondo enviolinado de La Violetera.
Y los chicos se fueron yendo con las manos ocupadas de muñecos, que por la noche serían El Payaso, El Mago, Doña Silvia, El Fantasma, El Domador, La Princesa, El Caballero de la Mano de Fuego.
El cuento del reencuentro
Pero antes, El Contador de Cuentos les contó El cuento de los sueños del sapo. Desde sus ojos de agua y su barba de papel en blanco, Javier Villafañe les contó también El cuento del reencuentro, que había empezado a escribirse solo en 1933, cuando él andaba contando cuentos por las escuelas de todo el país y pidiendo dibujos a los chicos, y se había llevado el de un pibe de 10 años que vivía en Paraná, que figuró junto con otros en un libro publicado por el Fondo Nacional de las Artes.
Relató a los chicos que años después, ese entrerriano y su mujer se hicieron amigos del Contador de Cuentos, quien les enseñó a hacer títeres de guante, con cabeza de mate y mejillas de papel mâché. Sus hijas heredaron La Princesa, El Caballero de la Mano de Fuego, El Diablo, El Fantasma y otros personajes, a los que hicieron trabajar en historias diferentes, inventadas por ellas.
El Contador de Cuentos les dijo también que una de esas niñas había continuado escribiendo cuentos, y que un rato antes había ido a saludarlo, diciéndole: “Javier, éste es mi hijo; tiene la edad que tenía mi padre cuando hizo aquel dibujo”. Y los chicos no supieron si El cuento del reencuentro había sido de verdad o de mentira.
Lo que no llegó a decirles, fue que aquella niña que había aprendido a escribir cuentos vistiendo sus manos con La Princesa y con El Caballero de la Mano de Fuego, cuando todos los chicos se fueron a sus casas y La Calle de los Títeres se cerró hasta el domingo próximo a las dos de la tarde, vino a la redacción de Clarín y escribió esta nota (o cuento, que por esta vez es lo mismo).
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