Publicada en diario "Clarín", Buenos Aires, 22 de Agosto de 2004
Augusto Ferrari. Por primera vez, se organiza en el Recoleta una retrospectiva del pintor, fotógrafo y arquitecto. Clarín recorrió la muestra junto al iconoclasta León Ferrari, quien repasa aquí la particular obra de su padre.
SIBILA CAMPS.
De tal palo, tal clavo. Se conocía —y no sólo en la Argentina— la obra de León Ferrari, un artista multifacético y sorprendente cuyas obras siempre cuestionaron al poder y a la autoridad, y en especial a la Iglesia. Pero se ignoraba la de su padre, el arquitecto Augusto C. Ferrari, quien se dedicó a construir iglesias y decorarlas con sus pinturas. La muestra que montó su hijo en el Centro Cultural Recoleta hasta el 30 de junio llena ese hueco pero va más allá, ya que esa relectura, tan cariñosa como divertida, la convierte en la última creación del inagotable León. Quien ríe último...
Su hijo venía pensando desde los 70 en hacerle este homenaje. Fue postergándolo por sus propias urgencias expresivas hasta hace un par de años, cuando comenzó a reunir el material. Ahora, a los 81 años, hace una confesión doméstica: "Fue posible gracias al dinero de un premio y a jubilaciones atrasadas que logré cobrar".
León ha intentado ser objetivo, recordar al hombre nacido en 1871 en San Posidonio (Módena, Italia) que estudió arquitectura en Génova y pintura en Turín, y se dedicó a ambas con el eclecticismo de quien domina tan a fondo su oficio, que prefiere no salpicarlo con un estilo propio. Pero le ganó su genio, y resignificó la mayor parte del material exhibido.
Una gran foto de "Las bodas de Caná" recibe al visitante. La cuadrícula recuerda que fue tomada para servir de base a un cuadro para la iglesia de San Miguel. Pero ahora, en el salón y en ese tamaño, lo que se impone es que la pareja son sus padres.
Las fotos de los modelos —mendigos y albañiles que trabajaban en las iglesias— producen una sensación pedestre, arrinconados en el piso con un taparrabos o simulando sostener lo que luego serían columnas o bóvedas. No es arte aún cuando se los ve con ropas de época y equipados con instrumentos antiguos o libros sagrados, pero ya están recubiertos por un halo de sacralidad, ya se advierte la intencionalidad. Y están despojados de realidad cuando se los identifica en la reproducción de la pintura, en colores y —dicho sea de paso— borroneados por la humedad.
León recorre el camino inverso con una gran foto de su madre. Había servido de base para una de las figuras de Jesús liberando a los esclavos. Pero fuera de contexto, lo que resalta es la belleza y la sensualidad latente en el cuerpo de esa joven mujer, apenas recorrido por su larguísima cabellera. "Mi padre vino a la Argentina en 1914, al año siguiente conoció a mi madre, en el 16 se casaron y en el 17 la desnudó, la fotografió y la pintó en una iglesia. Gran parte del material se lo debemos a ella".
Las vistas de Venecia son casi cuadros, tan recargadas que uno espera un nuevo Canaletto; sin embargo desembocaron en pinceladas impresionistas. Una modelo sin ropas multiplica poses sobre las rocas del mar. El visitante reconoce la misma melenita renacentista del candoroso desnudo cuya enorme foto domina la primera sala, enfrentada a un desnudo masculino en postura de atlante; pero en la segunda sala se ve el desenlace, en un abanico de óleos que recuerdan a Renoir.
El arquitecto y el pintor se encuentran en los panoramas, gigantescos frisos en bastidores pintados al óleo que recubrían recintos circulares y se completaban con objetos reales y música, a modo de instalaciones hiperrealistas. Augusto Ferrari recreó así las batallas de Salta, Tucumán y Maipú, la fundación de Bahía Blanca y las ruinas de Messina tras el terremoto.
Un diestro manejo de luces y sobre todo de brillos se destaca en el conjunto de pequeños óleos, arracimados como en la pared de una casa con poco espacio. Son retratos afables, naturalezas muertas, flores vivas y aquellas casi sirenas, satélites dispuestos en torno de varios autorretratos.
Augusto Ferrari fue primero su barba y luego sus anteojos. Así lo retoma y reparte su hijo León. Tres pares de anteojos en el centro de una mesa, en medio de una constelación de pomos, pinceles, espátulas, gemelos, la caja de los compases, la escuadra,y más fotos: el artista junto a sus autorretratos, el brioso joven italiano en traje militar haciendo parar a un caballo, la muchacha argentina vestida de novia.
Ahí está el arquitecto, acodado al altar de San Miguel, empequeñecido por la celestialidad de su edificio. Por allá están los elementos más artísticos de sus obras: un panel de paralelas verticales —torres, agujas, columnas—, otro panel con detalles del claustro de Nueva Pompeya.
"Tenía 96 años cuando hizo esas axonometrías", señala León. Son dibujos volumétricos, con mano firme, de distintos templos. "Como no tenía trabajo, proyectaba iglesias y las llamaba como sus nietos". León no dice que colgó la de San Ariel, el nombre de su hijo desaparecido.
El visitante vuelve a la foto del anciano cuya sonrisa asoma en medio del ramillete de nietos. Levanta la vista y las reencuentra en los ojos vivaces tras las gafas. En el fondo, León rescató la visión pícara de su padre. Y lo hizo —mal que le pese al iconoclasta— con una mirada piadosa.