Sibila Camps
Sin perder un ápice de su divertida y riesgosa vigencia, La Celestina está cumpliendo 500 años. A modo de celebración, el clásico español de la literatura universal y su autor, Fernando de Rojas, fueron desmenuzados y paladeados, este mes, por 160 especialistas, llegados a España desde los Estados Unidos, Brasil, México e Italia.
Difícil imaginar el tono de las sesiones de ese congreso internacional, para hablar de un libro donde los latinazgos y las referencias a la mitología griega se entreveran con palabrotas que, cinco siglos después, siguen siendo irreemplazables. Difícil reconstruir el tenor de las conclusiones académicas acerca de una historia que, para condenar el placer carnal, necesita convertirlo en una tentación imprescindible.
Los expertos coinciden en que 1499 fue el año de la primera edición conocida de la Comedia de Calixto y Melibea (su primer título). Para entonces, Fernando de Rojas andaba por los veintitantos y estudiaba leyes en la Universidad de Salamanca. Nacido en La Puebla de Montalbán –que al día de hoy no superó los 7.000 habitantes–, era un judío converso de tercera generación, en una España que, bajo el reinado de los Reyes Católicos, estrenaba los primeros inquisidores.
Vale el marco histórico para ubicar al muchacho que, según se cree, tenía el recuerdo de su padre quemado en auto de fe en Toledo. Al padre maduro que en 1525 intentó defender a su suegro, cuando fue procesado por la Inquisición.
La mezcla de orígenes religiosos no basta para explicar la Tragicomedia de Calixto y Melibea –como fue republicada probablemente en el año 1500– sino, por el contrario, para respaldar la existencia de interpretaciones opuestas. Según Víctor de Lama, en el texto caben tanto una intención didáctica cristiana, como la visión judeo-pesimista. Y es esa diversidad de sentidos lo que nutre su vigencia.
Es factible que haya nacido como el juego de un universitario brillante (no se sabe de ninguna otra obra de Rojas), que se hamacaba entre la estudiantina desenfrenada y el corsé de valores culturales impuesto por la Iglesia. Quizá por eso mantuvo su autoría casi en el anonimato, oculta en el acróstico de los once primeros octetos. |