| Sibila Camps
 Un velorio en una casilla por una  bala perdida. Una manifestación por otro albañil que perdió el andamio para  siempre. Micrófonos y grabadores apuntan a la viuda, a la madre huérfana del  hijo. Y usted, para conversar,/ hubiera querido estudiar./ Cierto que quiso  querer/ pero no pudo poder./ Doña Soledad... hay que trabajar... No me vaya a  aflojar...  Una marcha del silencio por un  asesinato impune. Las Abuelas de Plaza de Mayo insisten en los tribunales. El  candombe del recuerdo/ le pone un ritmo lerdo al destino/ y lo convierte en un  camino.  A diez años de la muerte de  Zitarrosa, las generaciones que tuvimos la oportunidad de conocer sus canciones  –antes de que la globalización lograra lo que no pudieron las dictaduras  militares–, seguimos usándolas. Nos calzan como pocas de las nuevas. Sería un  signo de esperanza si pudiéramos achacárselo a la nostalgia.                     Van tirando de un carro, puro  pellejo,/ un perro, un gurisito y un gringo viejo./ Los tres van caminando,  llenos de tierra./ Y los tres van diciendo: ¡Qué vida perra! Los personajes del Gato del perro pueden  andar por las picadas polvorientas del monte formoseño, o por esas cuestas de  la Puna que cortan el aliento a los motores, o por las calles marginales del  Gran Buenos Aires o del Gran Montevideo. Por cualquiera de los caminos por  donde andamos haciendo notas sobre lo que le pasa a la gente. Ritmos de  chamarrita o polca, zamba o gato, triunfo, milonga y candombe. Lo rural y lo  urbano, como su Santa Lucía natal, y a la medida del paisito.  Zitarrosa habría dicho “lo que le  pasa al pueblo”, antes de que el neoliberalismo se anotara otra victoria  semántica. ¡Qué duros tiempos!/ El ángel ha muerto,/ los barcos dejaron el  puerto./ Tiempo de amar, de dudar,/ de pensar y luchar, de vivir sin pasado. ¿Erosiones de la conciencia?                     El candombe del olvido,/ tal vez  si yo le pido un recuerdo,/ me devuelva lo perdido. Y el recuerdo es simplemente escucharlo escribir y  cantar. Despeinar la formalidad del traje y el pelo engominado, y poner en fila  sus rimas asimétricas. Desenredar las rimas internas. Reencontrar el sentido de  su fraseo, comas y puntos suspensivos expresados desde el significado de cada  palabra, ganancias intransferibles de sus tiempos de locutor.  Entonces aparecen los temas, mucho  más profundos de lo que solían encasillarlo los reportajes. “Los temas del arte  son los que nos conciernen al común. Básicamente son tres: la vida, la muerte y  el amor. Cada uno de ellos trae engarzada una enorme cantidad de otros temas”,  sintetizaba el 8 de julio de 1988, en un encuentro que resultó demasiado  transparente como para ser publicado.  “El amor, desde el punto de vista  que se quiera mirar: desde el amor de pareja hasta el amor por un perro, un  libro, un árbol, la humanidad en general”, continuaba. Diez años y medio  después de esa charla, sirve como mapa de ruta. Emergen los pájaros: Dulce  Juanita, la Milonga de los horneros, Milonga pájaro. A veces se  trenzan con la muerte; otras, con la libertad. En el fondo, siempre con el  amor.                     Precisamente Sobre pájaros y  almas, su disco póstumo, es parte del autorretrato: dos relatos en su  propia voz, de los que se desprenden canciones. El primero, Pájaro rival, quiso  incluirlo en Por si el recuerdo, doce cuentos que se animó a editar en  1988. Allí también están Los vuelos y y el dolido Tente-en-el-aire, donde  la fragilidad de una pareja de colibríes demuestra más fuerza que un amor roto.  El suyo propio.  Sacar porcentajes sorprendería:  buena parte de lo que grabó fueron canciones de amor. La mayoría son suyas, en  contraste con la temática testimonial, donde sí creyó necesitar palabras  ajenas. Chau, negra, me voy sin rencor./ Tu amor se parece demasiado/ al  temor de no ser amada. Le hizo falta escribirlas, y parecen cicatrices de  chicotazos en el corazón. En los últimos cuentos, todavía está en carne viva.  En los últimos poemas y en las  letras que quedaron sin musicalizar ya estaba de nuevo en carne viva. Casi  tanto como cuando sangró Guitarra negra, pero en los rincones. En otros  encuentros leyó varios. Condensados, duros, crudos, serían crueles de no haber  reventado desde la sinceridad. A algunos los usaba como epílogo de  confidencias. Otros, como respuesta.  Llevaba unos años desexiliándose, y  le había preguntado si el privilegio de cantar no comenzaba a pesarle. “Es una  carga grande, por momentos excesiva. Cuando volví al Uruguay, después de ocho  años, había unas cien mil personas esperándome. ¿Quién soy yo para eso? Sentí  que era abrumador. ¿Con qué respondía a esa demanda –si es que se puede llamar  así–, a ese homenaje de nuestra gente? ¿Con qué podía responderle?: ¿con una  canción? ¿cantada con diez guitarras? ¿con qué?”  “Es una responsabilidad. Me pesa,  pero lo asumo con orgullo y alegría... hasta donde los años van indicando que  es hora de llamarse a silencio. De seguir dando de sí mismo lo mejor, tal vez  en otro terreno; la literatura... si tuviera esa capacidad”. Escribía  febrilmente, en los intensos desvelos que el whisky no lograba apagar. O  grababa pilas de casetes: reflexiones, ideas para cuentos, recuerdos que  giraban como trompos. ¿Dónde estarán los zapatos aquellos/ que tuve, y anduve  con ellos?/ ¿Dónde estarán mi cuchillo y mi honda?/ El muchacho que fui, que  responda. No había vuelto a cantar el Candombe del olvido, pero seguía  haciéndose las mismas preguntas sobre una infancia borrosa y borroneada, de la  que inventaba borradores que nunca le dieron alivio.  Sobre el escenario, acomodaba su  cancionero como frente a un espejo. “Es como decir: Vean, yo también existo, y  estoy de acuerdo con ustedes. O estoy en desacuerdo con tales cosas, y creo que  el camino es éste. Pero soy parte de ustedes y me han pasado las mismas cosas.Y  se pueden decir –se abría–. ¿Por qué avergonzarse de ser alcohólico, por  ejemplo, o de ser hijo natural, o de tener una pierna más corta que la otra, o  de haber nacido en el asilo? ¿Por qué avergonzarse, si son cosas que nos conciernen  a todos? O de haber sido traicionado por una mujer (o por un hombre, en el caso  de la mujer). A mí también me pasa. Y decirlo es útil a los demás, y mucho más  si llega bajo una forma del arte”.  Aquella vez no se dio cuenta de que el grabador  volvía a la cartera. Hubo nuevas charlas, pero no más intentos de reportaje.  Hasta que, hace diez años, quedaron las canciones y los cuentos. Vuelve a  amar y no se cansa,/ la vida no le alcanza,/ la muerte es una ingenua adivinanza. |