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Publicada en diario "Clarín", 30 de Agosto de 1988

 

Roberto Sánchez y Sandro: una alianza perfecta


En una fiesta de tres Luna Park colmados, organizada por Radio Rivadavia, Sandro -o mejor dicho, Roberto Sánchez- jugó a ser Sandro y, con la misma picardía y buen humor con que puso en marcha los trucos de su personaje, actuó sinceramente sus mejores temas románticos, compartiendo guiños y códigos con un público cuyo cariño se ha ganado en buena ley, en 25 años de carrera.

 


Sibila Camps.

Veintipico años atrás, cuando afiebraba a las pibas de barrio y provocaba cosquilleos inconfesos a más de una chica pituca, Sandro y Roberto Sánchez eran prácticamente una misma cosa: un ídolo de la canción romántica. Pasó el tiempo, siguieron los grandes escenarios de punta a punta de América, los discos vendidos a veces por millones, los mitos y misterios que amadrina la fama. Roberto Sánchez fue creciendo y tomando secreta distancia de Sandro. Tanta, que a 25 años de su primer álbum, pudo darse el soberano gusto de recibir durante tres noches a más de 30.000 personas, y de rememorar en público -con dosis iguales de picardía y de sinceridad- cómo fue cosiendo, del hilván a los botones, el traje inimitable de su personaje.

Anfitrión, homenajeado y animador de una inmensa fiesta familiar, pasó revista a las costuras y artilugios del disfraz de Elvis Presley, ése que, figurada y literalmente, le fue quedando demasiado chico. En el Luna Park como un asumido Hollywood rioplatense, el demoníaco arcángel, incómodo en su raso blanco, desempolvó sin trampas las antiguas epilepsias de Mi amigo el Puma, cambió eléctricamente de frente y de perfil con Agítense, arróllense, salpicó con el código de la fantasía el cimbrear de cadenas de Trigal.

Disfrutó al repasar con creativo desparpajo la caricatura de sí mismo, tuvo resto para alzarse de hombros ante el olvido de una letra, sacando el enésimo as de la manga toreó de pelvis a una cámara de televisión y, al prologar Rosa Rosa, halló la forma de anudar suspenso y humor para reírse de sus kilos de más, previniendo que "este artista con una carrera impecable de 25 años a esta parte, está a punto de hacer el ridículo".

No lo hizo, por ser conciente de dónde estaba parado: en medio de esa mentira piadosa que es el arte. Desde la dignidad trazó la línea que separa a la broma de la falta de respeto y, así como jugó a Sandro, contando con la complicidad de un afecto multitudinario cosechado en buena ley, también acertó a poner en el justo lugar las mejores canciones de su repertorio.

Y me dejas, Penas, Las manos, te propongo, Tú, Así, Porque yo te amo, Penumbras -ya con el inefable vestuario negro de Sandro-, temas de buena factura melódica, se reencontraron con un intérprete que borroneó los contornos de la afinación (aunque no en los ataques ni en los agudos), pero ganó en hondura histriónica. Un falsete colocado en el momento preciso, una mano a contraluz del seguidor, un sollozo aguardado como trueno después del relámpago, la ironía del labio superior apenas alzado, la sensualidad que fluye aun estando inmóvil, alguna frase calzada sobre la cornisa de la sensiblería, las estrofas que ahora se recitan, en un fraseo maduro que hace olvidar la versión del recuerdo son, apenas, un puñado de las pinceladas para construir auténticas puestas en escena, obras de teatro de pocos minutos, justificadas en sí mismas, más allá de gustos y convicciones.

Del humo de la bienvenida al fuego del hasta pronto, del practicable a las espadas y tijeras de luces previstas por Ricardo López, de la clásica presentación de Antonio Carrizo a la armazón de sonido y retornos dispuestos por Teddy Goldman y Robertone, incluyendo los previsibles arreglos del bajista Víctor Caro para una banda y un coro masculino de irreprochable justeza, cada detalle ocupó su sitio en el festejo de un cuarto de siglo entre candilejas, preparado por Radio Rivadavia para su 30° aniversario. El protagonista tuvo así el espacio para la gratitud, la emoción y el reconocimiento (a Oscar Anderle) y, sin dar a la nostalgia más de lo que merecía, hasta se dio el lujo de tomar por sorpresa a los cantantes proponiéndoles una imitación de Los Plateros, y de desafiar en un scat al tecladista Jorge Bertinetti.

Hace un rato largo que Roberto Sánchez aprendió que el escenario es magia y, como buen prestidigitador, sigue siendo el primero en creer (¿o en hacer creer?) en los trucos de Sandro; aunque cada tanto, ambos se topen entre bambalinas y, sin que nadie los vea, se crucen un guiño. Pero, como buen profesional de la magia, sabe también que el suyo es uno de los tantos oficios que ofrece la vida, ésa que, si también se respira bajo los reflectores y desde las plateas, suele llenar los pulmones más verazmente fuera de cualquier teatro.