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Publicada en diario "Clarín", 26 de Octubre de 1984

SANTIAGUEÑO, VIOLINISTA Y MUSIQUERO


Don Sixto Palavecino, un señor respetuoso y útil


Un niñito tímido, que escondía su violincito de tablas en el hueco de un quebracho del monte, se ha convertido en la actualidad en uno de los más convincentes difusores del quichua y de la cultura santiagueña. Sin abandonar jamás una humildad tan espontánea como si reconocimiento a los musiqueros de todas las generaciones, Sixto Palavecino ha reunido, "desde la raíz hasta el presente", a don Tomás Abendaño, un viejo "violinisto" de su pago de Barrancas, en Salavina; a los hermanitos Coronel, de Atamishqui; a Jacinto Piedra y Peteco Carabajal, "nuevas modalidades con sabor folclórico", y a León Gieco. También desde la raíz hasta el presente, don Sixto condensa el "por qué. para quién." que, con esos invitados, fundamenta en su último trabajo discográfico; es decir, la vida y los ideales de un hombre que agradece haber aprendido a ser "una persona respetuosa y útil".

 


Sibila Camps.

"Desde muy chico he escuchado violín en mi pago, en un paraje llamado Barrancas, departamento de Salavina, donde toda la gente tocaba el violín (los bailes eran únicamente con guitarra, violín y bombo). Yo era chiquito, y a veces me llevaban mis mayores; otras no, y me quedaba llorando. Íbamos a caballo -a mí me llevaban en el anca- y, al bajar en el baile, derechito me iba corriendo adonde estaban los musiqueros y me acomodaba en el respaldar de la silla del que tocaba el violín. Por eso es que yo mismo hice mi violincito en las tablas y empecé a aprender.

"Mi mamá no me permitía tocar, porque su concepto era que el músico es una persona que anda de baile en baile, trasnochando, y que hasta podía volverse enfermo y tomador. Entonces tuve que sacar el violincito, llevarlo al monte y tenerlo guardado en el hueco de un quebracho añoso. Yo tenía 11 años. Me iba arreando las cabras, las vacas, y lo primero que hacía era dejarlas, me arrimaba al quebracho, me baja del caballo, estudiaba un ratito y seguía para baldear los animales, darles agua en el pozo; y de vuelta hacía lo mismo.

"Mi pensamiento era aprender alguito para poder tocar para mi familia, mis amigos, mis vecinos. Ya sabía chacareras, gatos, los tocaba a la perfección. Un día, a los 13 años, me decido a llevar el violín a mi casa. Esa noche me acuesto y empiezo a tocar, de tanto que me gustaba, tapado con las sábanas, parando las rodillas, haciendo el huequito para que no me vieran.

"Y ellos me descubren. Primero decían: '¿Dónde se siente como violín? ¿Será la salamanca?', porque esa creencia existía y aún existe en el campo santiagueño. Me quedé calladito. Nuevamente entablaron su conversación y nuevamente empecé a tocar, siempre con el deseo de que no me escucharan. Me descubrieron, me hicieron sentar en la rueda de ellos, en una sillita, y me hicieron tocar. Para ellos era una admiración, y de ahí en más me dejaron seguir tocando en su presencia.

"Después conseguí un violín hecho de una guitarra vieja desarmada, fabricado por un carpintero rústico del lugar, de ésos que ya nacen carpinteros, como paja. Un día, una gente se acercó a mi hermano mayor -que era mi tutor, porque ya éramos huérfanos- y le pidió: '¿Por qué no me prestás al muchacho para que toque esta noche el violín?' Era un rezabaile a San Antonio. En el rezabaile, un promesante, al que el santo o la Virgen le dio lo que había pedido, cumple la promesa, hace un altarcito al santo en una casa, lo tiene ahí con velas y, a la oración cerrada, todos empiezan a rezar. Se termina de rezar, y la gente retrocede y se forma el baile: que vengan los musiqueros. Termina el baile, y a rezar, y así toda la noche hasta que amanece.

"Toqué toda la noche, chacarera y gato, chacarera y gato. Al terminar, a la mañana, me preguntaron qué me debían. ¿Qué les iba a decir yo, si nunca había tocado, si no sabía nada? 'Y. nada. Y. nada.', contestaba, encogidito ahí. El dueño de casa saca dos pesos nuevitos y me los da. ¡Qué alegría! ¡Era mucha plata dos pesos!

"A los 14 años compré un violín profesional, a uno de esos tantos violinistos que había en la zona, por veinte pesos. Ya era de fábrica, comprado en la casa de música. Con ese violín era el músico obligado en el lugar para tocar en los rezabailes, carnavales, casamientos, carreras, bailes de angelitos, telesiadas.

"Yo deseaba llegar a la radio para poder hablar y cantar en quichua. Tenía la idea de que, para todos los quichuistas de Santiago del Estero, iba a representar una gran alegría, porque en su vida no habían escuchado jamás hablar, ni menos cantar en quichua por ningún medio. En el campo se cantaba en quichua, pero los puebleros a los mejor nos despreciaban, como a los indios (son los dueños primitivos de la tierra, que Dios creó, y sin embargo viven tan desfavorecidos, tan desamparados.).

"Yo ya vivía en la ciudad, en Santiago del Estero, adonde había ido para darles un estudio a mis hijos. Al quedar sin hacienda con los malos años, puse un bolichito en mi pago y lo hice grande, un almacén de ramos generales. Cuando me trasladé a la capital lo dejé en manos de otra persona, y me fundió el negocio. Quedé en la calle, y mis hijos sin terminar de estudiar. No iba a pedir de empleado porque no tengo ningún título -sólo la escuela primaria-, y recurrí a la peluquería: eso sí sabía, de la misma época del violín, porque en el campo, todos saben cortar el pelo.

"En esa época ya había libros y diccionario quichua del profesor Domingo Bravo. Yo pensaba que los libros llegan a un sector reducido, a la gente estudiosa, a la que puede comprar, y no a la mayoría del pueblo. Y me decía que hablando y cantando por radio sería posible llegar rancho por rancho. Tuve la suerte de conocer a Felipe Corpos y le conté mi idea de ayudar a ese hombre que venía con sus libros y diccionario. '¡Qué buena idea! -me dijo, porque había sido un muchacho de campo y había tenido sus estudios-. Mirá, Sixto, yo te voy a ayudar en todo lo que esté a mi alcance, y tengo un amigo, Vicente Salto, que también va a estar con nosotros'.

"Los invité a acompañarme a la radio, la vieja LV11 Santiago del Estero. Se negaron rotundamente, porque decían que nadie nos conocía. Decidí ir solo. El director interino, Alberto Pérez, ya me conocía, porque del '65 al '69 había grabado con mis hijos (el conjunto se llamaba Sixto Palavecino y sus hijos). Me cedieron el espacio, media hora los domingos, con la condición de presentar antes los libretos, en quichua y a la par la traducción. Y el 6 de octubre de 1969 empezó la audición quichua. Como un reconocimiento por la lucha que venía haciendo en defensa del idioma, le solicitamos al profesor Domingo Bravo que nos hiciera las aperturas. La gente empezó a arrimarse.

"Más tarde hacíamos reuniones en la casa de Felipe Corpos y empezamos a buscar nombre a la audición. Entre todos sacamos Alero Quichua Santiagueño. En él estoy como principal quichuista, musiquero y cantor, Felipe Corpos en la conducción, y Vicente Salto como colaborador y cuentista. A la larga se ha formado una institución con personería jurídica, y se sigue luchando y creando más Aleros (hay uno en Córdoba y otro en Buenos Aires, en la Casa de Santiago del Estero, donde enseñan los miércoles de 18 a 20). Como soy el que ando con la música, que es más fácil que los libros, voy trasmitiendo al pueblo y tratando de llegar, y eso de llegar al pueblo se da gracias a los medios de difusión.

"Desde un principio, siempre tuve desconfianza de no ser bien recibido porque hago las cosas muy de raíz, empezando por el idioma. Antes subía a un escenario medio temblando, pero ya no llevo miedo, porque sé que el público me está recibiendo muy bien. He grabado en total unos 14 discos. El último se llama "Por qué. para quién.", porque la idea es arrancar desde la raíz, desde el tallo, y llegar hasta el presente. Por eso traté de conseguirlo a don Tomás Abendaño, violinisto de mi pago natal, que para mí ha sido un ejemplo (sin desconocer a muchos otros ya desaparecidos: el cieguito Conrado Pérez con su hijo Dominguito, los hermanos Luis y Pedro Cáceres).

"También participan los hermanitos Coronel, chicos de 8, 10 y 12 años, de Atamishqui; ellos cantan desde sus propias raíces, así como nacen, del monte: aquí no hay nada de profesores, así como yo aprendí. Viene Jacinto Piedra, que tiene sus nuevas modalidades pero sin apartarse del sabor folclórico, entra también Peteco Carabajal, y por último llegamos a León Gieco.

"Mi hijo, Rubén, que es ingeniero, sigue andando conmigo y me acompaña con la guitarra; compone, y todos estamos creando con él: eso no tiene que terminar nunca. Mis chicas, Haydée y Carmen, son maestras y han formado un dúo que se llama Salavina. Agradezco a Dios y a mis mayores haberme sabido crear, ser una persona respetuosa y útil. Y a mis hijos, porque han asimilado la música que hago, y porque el conjunto que he formado con ellos me ha servido para que el pueblo me conozca.

"He aprendido a tocar como he podido y como me ha salido. Mi posición es totalmente incorrecta y, hasta no hace mucho, tenía vergüenza de tocar en presencia de los violinistas. Nadie me enseñó a tocar: solo, en el monte. Pero he sido una persona que día a día me ha gustado progresar; ya estoy en una obligación, ya hay público, el pueblo está atento a la música que hago y que canto. No canto lindo: canto fiero, por supuesto. Por eso trato de mejorar, de aprender siempre algo nuevo".