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Publicada en diario "Clarín", 3 de Agosto de 1984

Muller y la mansedumbre del chamamé

 


Sibila Camps. ROSARIO Enviada especial

Hay veces en que las anécdotas particulares, al ser representativas de injusticias, se ganan el derecho de ser contadas en primera persona por un periodista, y de transformarse en una historia antes que una nota.

A esta ciudad había llegado, por primera vez con conciencia, en marzo del año pasado, para cubrir el festival Rosario Rock '83 e interiorizarme sobre el importante movimiento musical local. El excelente cantante y compositor Enrique Llopis, sin consultarme, había aprovechado un hueco en la densa agenda de entrevistas para concertarme un encuentro con Chacho Muller. "El de Pescadores de mi río", me dije. Sabía muy poco más de él: que Mercedes Sosa le había grabado varios temas y que los músicos rosarinos, desde Los Trovadores hasta Juan Carlos Baglietto, le tienen un profundo respeto.

Disponiendo de apenas una hora y sin haber preparado la nota, el reportaje fue desastroso. Chacho Muller se dio cuenta, pero tuvo la delicadeza de atribuirlo a la escasez de tiempo. "La próxima vez que viajes a Rosario, vení a casa sin apuros. Y sin el grabador: charlamos hasta que te cansés, hacemos música, y después escribís tu nota". Me fui avergonzada y me prometí saldar esa deuda de honor cuando el trabajo volviera a llevarme a esta ciudad llena de música.

A la espera de la oportunidad, anduve preguntando sobre Chacho Muller a muchos de quienes conocen su obra e intentando escucharla. No sin esfuerzos: la mayoría de los registros figura en discos inconseguibles y, a pesar de su calidad, jamás reeditados por culpa del consumismo. Por otra parte, la moda de los cantautores -entre los que son pocos quienes tienen derecho a ejercerla-, el desconocimiento de los creadores que trabajan con ritmos litoraleños y la prioridad dada por muchos cantantes a los compositores que están en el candelero, han servido para que no se tuviera en cuenta a este orfebre del pentagrama que embarca en las notas a los pobladores de la costa del Paraná.

Esta vez el grabador quedó enfundado. También la birome. En una casa que alguna vez estuvo desbordada por la polifonía familiar y por el canto y el aleteo de los zorzales domesticados, sólo bailoteaba el murmullo quebradizo de la leña verde en el hogar, que el mismo Chacho había cortado en los alrededores de su rancho, a orillas del río Carcarañá.

Quienes lo conocen de cerca dicen que no suele ser conversador. Sin embargo esa noche se habló mucho, con esa inocencia con que suelen hacerlo dos personas que descuentan que pasará mucho tiempo antes de que vuelvan a verse. Sin que se lo pidiera Chacho tomó de la mano a sus recuerdos y los llevó de paseo: una infancia pintarrajeada de travesuras junto a una hermana. el estudio obligado del piano, con la profesora que subía y bajaba uno por uno los dedos del niño. la práctica escabullida de los ejercicios para, en cambio, sacar de oído piezas de moda, a cambio de una moneda deslizada por una abuela nostalgiosa.

Durante esas siete horas la muerte, disfrazada de palabras, se entreveró varias veces con el humo de la leña húmeda. Durante esas siete horas el agua pasó varias veces su lengua sobre los muebles paridos por este carpintero y decorador de interiores que jamás pudo contar en su presupuesto con los derechos de autor. Flotaron por el presente las guitarreadas sobre una lancha calafateada por el mismo Chacho, la lancha chupada por una crecida tras diecisiete años de simbiosis ("No hay nada más puro que un naufragio: no queda nada") ; las recorridas en carpa a la vera de los riachos santafesinos; los cruces del Paraná a nado; las jornadas de pesca; el agua sacada a pulso, tras una inundación, del rancho modelado -como la casa- con la influencia del maestro mayor de obras y de los años transcurridos en la Facultad de Arquitectura de Rosario, "cuando era la mejor de América del Sur". Entonces fue más fácil comprender el porqué de los pescadores de Creciente de nueve lunas, de tanta agua hecha canción.

Entre sus pocos discos, Chacho Muller buscó infructuosamente algunas versiones de sus obras, de las que rara vez queda satisfecho. Finalmente desvistió la guitarra: "Juancito va. haciendo de equilibrista por los tapiales." "No sé por qué Mercedes quiso grabar ahora este tema, que compuse hace tantos años, y no los más nuevos". La charla se reanuda entre tema y tema, saltando de una cosa a la otra: "¿Te acordás de la ley 1.420, que acaba de cumplir un siglo? ¿Te acordás de 'laica o libre'?" Y viene la historia sobre dos maestras rosarinas, Juana Blanco y Juana Manso, transformadas en Las dos Juanas de mi pago, "que compuse hace un mes, y es la primera vez que muestro a alguien".

Chacho jamás ha querido cantar en público. Su voz pequeña y seca contrasta con la ternura de sus dedos esbozando acordes de niebla en la guitarra. Ni él mismo advierte la belleza de sus armonizaciones, la originalidad de esos chamamés mansos en los que los acordes inesperados se enhebran con absoluta lógica.

Muy pocas veces se logra compartir simultáneamente al hombre y a su creación. De todos modos, la música no puede ser contada.