Sibila CampsArtículos destacados
   
   

Publicada en diario "Clarín", Buenos Aires, 25 de mayo de 2008

   
 

Los costos de la inacción


 

Las tragedias y el desastre ambiental causados por las quemas de pastizales en el Delta son un ejemplo aún caliente de la necesidad de hacer un ordenamiento territorial que contemple la gestión de riesgo, y de contar con un sistema de respuesta ante las emergencias.
El 30 de marzo, los mapas satelitales mostraban los puntos de calor, pero las provincias convocaron al Plan Nacional de Manejo del Fuego recién el 10 de abril, cuando el humo ya había paralizado al país. "El federalismo mal aplicado está demorando respuestas. Si a nivel local no se entiende bien lo que está pasando, vamos a llegar tarde", subraya el presidente de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales, Conrado Varotto.

* En accidentes viales causados por el humo murieron 10 personas.
* 33 camiones, 3 micros y otros 30 vehículos estuvieron involucrados en los accidentes.
* Aunque tardíamente, se cerraron 5 rutas nacionales.
* Miles de camiones quedaron varados con su carga.
* Por varios días no salió ningún ómnibus de la estación de Retiro e incluso de La Plata.
* Estuvieron cerrados tres puertos y dos aeropuertos.

     Para cuantificar el costo de apagar los fuegos intencionales -que continúan- habría que considerar que:

* Se usaron simultáneamente hasta 11 helicópteros y 7 aviones hidrantes. En los peores días, cada helicóptero voló 10 horas, con un costo de combustible de 9.000 pesos.
* También se emplearon 5 barcos y más de 20 lanchas.
* En los 10 días más críticos trabajaron unas 2.400 personas, incluyendo bomberos voluntarios, Prefectura, Ejército, Armada y Parques Nacionales.
* Más de 150 bomberos viajaron desde 9 provincias.

     ¿Cómo cuantificar las mediciones ambientales, los daños en el ecosistema del Delta, las personas atendidas en decenas de hospitales por alergias e irritación de ojos?

 

Hay 40 volcanes: se monitorean sólo cuatro


El Grupo de Estudio y Seguimiento de Volcanes Activos, formado en el Departamento de Ciencias Geológicas de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, sigue de cerca tres de los cuatro únicos volcanes que son monitoreados en el país: Copahue, Lanín e isla Decepción (el cuarto es el Peteroa, en Mendoza).

Esto, pese a que hay unos 40 volcanes activos en territorio argentino, muchos menos que en Chile. "Argentina tiene que vigilar los del lado argentino, para tener precursores antes de una erupción y poder dar un aviso temprano", subraya el doctor Alberto Caselli. Pero no hay presupuesto.

No obstante, no es el número ni la ubicación en uno u otro lado de la frontera lo que más pesa para decidir a cuál se le hace seguimiento, sino su proximidad con zonas habitadas. En la Argentina "el mayor peligro es la caída de cenizas, porque hay muy pocos volcanes activos con poblaciones cercanas", indica el geólogo. Uno de ellos es el Copahue -próximo a la villa de Caviahue-, que su grupo estudia desde hace un año.

"Cada volcán tiene su historia; tiene distintas sismicidad y geoquímica, y da avisos distintos -explica Caselli-. Lo primero es tratar de tomarle el pulso: determinar las anomalías, intentar interpretarlas, ver si va hacia un proceso eruptivo, detectar cuándo está ascendiendo el magma".

Aún cuando la erupción sea en Chile, "los vientos predominan hacia el este, y las plumas de cenizas siempre han venido hacia la Argentina", observa Caselli. Por eso impulsa "trabajar en planes de contingencia, y elaborar protocolos para saber qué hacer antes, durante y después de una erupción volcánica y de la caída de ceniza. Para eso debemos procesar las experiencias del Hudson, el Copahue, el Llaima y el Chaitén".

 

La lección de Santa Fe: chocar con la misma piedra

La ciudad de Santa Fe se inundó dos veces en cuatro años. Se salvó en 1998 -aún con el Salado y el Paraná crecidos, y con lluvias intensas-, porque el tramo de la defensa aún sin construir fue cerrado provisoriamente. En su flamante libro Agua de nadie, el periodista Fernando Pais recuerda que entonces, la Municipalidad tenía un plan de evacuación, que no fue necesario aplicar.

En 2003, la defensa seguía sin construir, y la dejaron abierta. Pese a las alertas por lluvias intensas, las autoridades afirmaron que la ciudad no se inundaría. Cuando empezó a anegarse, dijeron que el agua no llegaría a los barrios del oeste y del sur. Allí murió la mayoría de las 23 víctimas del primer día.

El Plan de Evacuación Masiva de 1998, recuerda Pais, había sido olvidado, y 140.000 personas huyeron como pudieron. Cerca de 25.000 viviendas tuvieron hasta varios metros de agua. En los cuatro meses siguientes, unas 170 personas murieron por enfermedades desencadenadas por la catástrofe y las pérdidas.

Cuatro años después, con la defensa terminada, Santa Fe volvió a inundarse. El plan de contingencia del entonces intendente Martín Balbarrey -ingeniero hídrico- para evacuar el agua de las lluvias, no se aplicó. Tampoco hubo plan de evacuación, y "sólo" 23.000 vecinos volvieron a salir como pudieron.

Recién este año, con la nueva gestión, se estableció una Dirección de Gestión de Riesgo, que ya resolvió cuestiones básicas para que la ciudad no vuelva a inundarse, o para que el agua escurra pronto. El plan de evacuación ha sido consensuado con los vecinos de cada barrio

 

DENUNCIAN QUE TAMPOCO HAY UN PROGRAMA PARA REDUCIR LOS RIESGOS DE DESASTRE


La Argentina no está preparada para enfrentar catástrofes

 

El Sistema Federal de Emergencias no se reúne desde hace 8 años. Habría sido clave para manejar, por caso, los incendios del Delta. Según los expertos, la gente piensa que los desastres son fatalidades, cuando pueden prevenirse.

 


Sibila Camps

Los incendios de pastizales en el Delta, y de bosques en los parques nacionales. Las inundaciones en el Impenetrable y en el Chaco salteño. La ola de frío del invierno pasado en todo el país. La lista no apunta a una visión apocalíptica de los últimos meses, sino al denominador común: la Argentina no cuenta con un sistema nacional para afrontar las emergencias. Menos aún con un programa para manejar los riesgos de desastres.

En 1999, tras las inundaciones causadas por El Niño en el Litoral, se creó el Sistema Federal de Emergencias (Sifem). Fue una condición impuesta por el BID, para otorgar un crédito de 200 millones de dólares, para recuperación de las zonas afectadas.

Se conformó en la Jefatura de Gabinete, para tener la máxima ejecutividad. No buscaba ser una superestructura, sino establecer "nuevas prácticas y metodologías de trabajo para coordinar" la intervención de organismos nacionales, aunque con la intención de sumar a las provincias y a la Ciudad de Buenos Aires.

"Se organizó a imagen y semejanza de la FEMA (la agencia de emergencias de EE.UU.), lo cual es una garantía", señala el presidente de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (Conae), Conrado Varotto. Hoy en día habría que corregirle algunas cosas, como poner el acento en la prevención, precisar sobre sistemas de monitoreo y alerta, y pautar una articulación eficaz con las provincias. Pero aún así, el Sifem habría sido más que útil para enfrentar las urgencias y tragedias provocadas por las quemas en el Delta (ver Los costos de la inacción).

Pero el Sifem "no se reúne desde hace 8 años -confirma José Luis Barbier, subsecretario de Desarrollo y Fomento Provincial del Ministerio del Interior-. Hemos pedido la potestad para la convocatoria, pero por ahora no la tenemos". De él depende la Dirección Nacional de Protección Civil, cuya página web está en construcción. En el mismo Gobierno la confunden con el Sifem, del cual, sin embargo, pocos oyeron hablar. Atiende con elementos técnicos los desastres, monitorea el transporte de sustancias peligrosas, y envía capacitadores a pedido de municipios y de bomberos. "Funciona por demanda", admite Barbier.

"Para mí, el Sifem está vivo", siente el doctor Varotto. Se refiere a los diez organismos científicos que forman el Grupo Proveedor de Información Primaria. Desde la Secretaría de la Gestión Pública los coordina Inés Pozzi quien, junto con Ruth Zagalsky, había gestado el Sifem. Con tecnología y especialistas de altísimo nivel, busca "avanzar en la implementación de nuevos esquemas de alerta temprana", indica Varotto. Pero el diagnóstico por sí mismo no resuelve nada -y esto no es responsabilidad de los científicos-; y menos aún evita que ocurra un desastre.

Atender la emergencia es un eslabón de algo mucho más amplio: la gestión integral de riesgo. La aplican países más pobres que el nuestro -Cuba, Guatemala-, y logran tener pocas o ninguna víctima tras el paso de huracanes. El riesgo es una ecuación entre la amenaza (inundación, erupción, sismo) y las vulnerabilidades: sociales, culturales, institucionales, económicas, ambientales, físicas.

Alejandra Bonadé, de la fundación Líderes, plantea "ver la gestión de riesgo como un proceso: en la medida en que haga una buena prevención, tendrá efecto sobre la mitigación; si hago una buena mitigación para minimizar los daños, la reparación será menor. Si doy una respuesta coordinada y eficiente, la recuperación será mejor. Y una buena recuperación tendrá un impacto directo en la prevención".

"Cuesta muchísimo incorporar la noción de riesgo en la planificación territorial", lamenta Silvia González, del Programa de Investigaciones en Recursos Naturales y Ambiente del Instituto de Geografía de la UBA. Pone como buen ejemplo al Gran Resistencia, "que logró sancionar la línea de ribera para poder armar el mapa de riesgo hídrico para la planta urbana". Y como mal ejemplo al Gran Mendoza, donde se ha edificado en el pedemonte, a pesar de ser una zona sísmica.

En cambio, Mendoza, Vialidad Nacional y el Ejército están preparados para las grandes nevadas en la zona del paso Cristo Redentor, para evitar que miles de camiones queden varados y atender a los choferes en Uspallata.

En general, los argentinos tienen una baja percepción de riesgo. "Es cultural, como todo lo que implica valores y creencias -explica la ingeniera Silvia Wolansky, investigadora y docente de la Facultad de Ingeniería y Ciencias Hídricas de la Universidad Nacional del Litoral-. Hay una tendencia a no verse en situaciones de riesgo, el a mí no me va a pasar. O a creer en la predestinación y en castigos divinos".

En 2005, la Argentina suscribió la Estrategia Internacional para la Reducción de Desastres. Pero recién lleva dos reuniones -en Cancillería- para arribar a una Plataforma Nacional para la Reducción del Riesgo de Desastres, un mecanismo multisectorial para promover la gestión de riesgo. "A veces comienzan las organizaciones, y logran que se instalen políticas públicas -propone Wolansky-. Son procesos que se dan a largo plazo".